jueves, 16 de mayo de 2013

Concurso carta de amor


El gobierno de la Ciudad de Buenos Aires,  convoca a participar del siguiente concurso.

¡Una carta de amor!

Para quienes estén interesados,  aquí el vínculo.


http://agendacultural.buenosaires.gob.ar/evento/romantica-buenos-aires-participa-del-concurso/7124

viernes, 3 de mayo de 2013

VIGILIA




Me resistía a ir, pero por esa cosa humana que nos habita, a pesar del miedo, ahí estaba yo, entregada otra vez. Por qué tenía que estar pasando por todo esto,  con cientos de planteos tan repetidos como inconducentes.
No tenía un libro a mano. Comencé a respirar hondo y a tratar de sentir mis pies, las piernas, lo que pesaban mis rodillas.
 La oscuridad de la noche, sin luna ni estrellas y con una tormenta en ciernes que auguraba arrasar con todo, no dejaba ver casa alguna, ni si estábamos cerca de algún poblado,  o dónde encontrar algún indicio de vida  humana que no fuéramos nosotros. 
Paula, del lado del volante, fue quien se desató luego de miles de forcejeos para quitarse luego  la venda apretada que le cubría los ojos. Luego nos liberó. A Esteban amarrado  en el centro, primero,  luego a mí, arrumbada contra la puerta derecha. Las llaves del auto no estaban.
Me maldije por haber cambiado de cartera. En la de cuero marrón siempre llevo una linterna, porque nunca se sabe,  pero en un sobre  pituco con los que se va a una fiesta, a nadie se le ocurriría guardar una linterna por más pequeña que fuera.  Al menos Esteban, con su maldito hábito de fumar que tanto criticamos siempre, esta vez nos había salvado.
 Bajamos las ventanillas y muy cerca, habían estado cortando el pasto quizá ese día, o el día anterior. También habían estado quemando hojas. Había un árbol  que por la altura y la forma que apenas se distinguía, parecía un eucaliptus junto a la cuneta. Y alrededor  nada. Pasto y campo y nada.  Relámpagos y nubes, truenos y  tierra levantándose con  la lluvia que parecía aproximarse a pasos agigantados.
Por las puntadas en la espalda y el ardor en las piernas, nos habían golpeado. Nos habían quitado los relojes, los celulares. No teníamos idea de la hora que era, ni  cuántas horas  habíamos estado inconscientes. Ni si nos habían dormido, o nos habíamos desmayado del susto o del dolor.   Por qué cada uno, tenía un solo zapato puesto. La tela del vestido de Paula hecha trizas.  Las puertas traseras  sin trabas  Por qué las sábanas y la almohada en la luneta.
Aquí ha habido algún chico dijo Paula.
¿Por qué? dudó Esteban mirando hacia atrás, apenas pudiendo moverse.
Por las témperas, las acuarelas, el pincel, el lápiz y el tamaño del delantal tirado ahí.  Debe ser de un pibe de ocho  o diez años. Y, toda esa tinta volcada está queriendo tapar algún rastro. No está totalmente seca.
Dedujimos  que el BM era robado.  Que nada podríamos hacer más que esperar hasta que amaneciera. El coche no  arrancaba, el viento soplaba cada vez más fuerte y el aguacero había llegado.
¿Qué es lo último que recuerdan ustedes? -Con voz  pastosa y entrecortada preguntó Esteban.
Lo último que recuerdo es que Paula y vos  querían ir al departamento de Yani, y yo  me reía por la hora. Eran eso sí lo recuerdo, las seis de la mañana, por la alarma del celu. Y después me caí, creo. O me hicieron caer.  Y no sé más nada.
Yo recuerdo que vos gritaste y que Esteban  quiso  ayudarte y después nada, hasta ahora.
Y yo de eso no recuerdo nada. Sólo que salíamos de la fiesta cuando ya no quedaba casi nadie, que íbamos hacia el estacionamiento y se escuchó una frenada de la hostia.
Teníamos sed y nuestro ánimo vencido. 
No podían abrirse las puertas delanteras, pasé arrastrándome sobre Esteban y traté de recostarme en los asientos traseros. Quise agarrar la almohada pero estaba trabada. Las sábanas parecían estar empapadas de una  gelatina tibia maloliente,  y sentí ganas de vomitar que no pude contener. Abrí la puerta, salí a los tumbos, caí en el barro de rodillas  y la lluvia me empapó.  Entré y  Esteban había prendido un cigarrillo, me mareó el encierro, el recuerdo de mi  primer pucho y el silencio dentro del auto interrumpido apenas por la respiración agitada de Esteban con cada pitada.
No sé quién se durmió primero.
─Che, Esteban, movete, ya es de día, despertate, no llueve, tenemos que empezar a caminar. ¿Y Paula? ¿Dónde está Paula?
Bajamos del coche y su cuerpo inmóvil cubierto con la sábana ahora embarrada, sólo dejaba ver sus piernas magulladas hasta la rodilla.  Esteban levantó la sábana para descubrirla. Quedé sin aliento, sentí un temblor vacío y con la voz me sobresalté.
 “Señores pasajeros nos encontramos próximos  aterrizar en el Aeropuerto Internacional de Shroeder, en la ciudad de Sierra Grande. Por favor abróchense los cinturones, enderecen sus mesas, coloquen en posición vertical los respaldos de sus asientos y permanezcan sentados hasta que los avisos se hayan apagado.”

Fin




martes, 30 de abril de 2013

IMPRONTA



Sucedió unas semanas antes de que empezara el invierno.
No sé cómo. Ni si fue resultado de un proceso, o de pronto, como ocurren las cosas más importantes en la vida.
La tarde estaba  soleada y  el calor extemporáneo de fin de mayo no daba respiro.   El ruido de  la avenida por ese sin cesar  del tránsito de automóviles y colectivos, el tumulto de la gente y sus apuros, la  bulla de los chicos que venían de la plaza, las voces  monótonas de los vendedores ambulantes; todo, se  colaba por el balcón del living.
Cerré los ventanales y para atenuar el murmullo ajeno al ambiente propio, opté por la dulzura de la Jones y para  mitigar el agobio climático que anunciaba una tormenta necesaria,  encendí el aire acondicionado  y me serví  un té de menta frío.  Caminé unos pasos hasta la biblioteca, me senté,  y  una vez encendida la computadora, vacilé  entre el sudoku, el scrabble  o los mails. Con la frescura de la menta en la boca, el codo izquierdo apoyado y sosteniéndome el mentón con la palma de la mano me pregunté  qué estaba haciendo.
Un haz de luz amarillento acuoso se filtraba por la ventana.
Apoyé la cabeza sobre el respaldo del sillón, prendí un cigarrillo, me recosté mirando hacia el techo como si buscase allí alguna respuesta a una pregunta incómoda que no me había formulado nunca a viva voz. A veces el escenario mudo late más fuerte.
Apagué el cigarrillo estrujándolo contra el cenicero, cerré los ojos y palpé a modo de juego los libros del primer estante  para  elegir uno a ciegas y comenzar a releerlo en el living.
El viento había comenzado a hacer tiritar las persianas, y  despojaba de  hojas a los malvones del balcón.
Sentí frío y apagué el equipo de aire, sonó el teléfono y el visor mostró número desconocido. Sólo supe quién no era. Por eso no atendí.
El teléfono volvió a sonar y de nuevo, el número no estaba identificado. Dejé que sonara una y otra vez.
Me recosté en el sillón.
Abrí el libro  en la página que marcaba el señalador y me resultó un texto desconocido.  Si no estuvieran las acotaciones en los márgenes, si no reconociera mi letra, habría asegurado que nunca había analizado ese párrafo.
“Un día desperté, me incorporé a la cama y sonreí. Ya no sentía dolor. Y de golpe comprendí que la persona justa no existe. Ni en el cielo, ni en la tierra, ni en ningún otro lugar. Simplemente hay personas, y en cada una hay una pizca de la persona justa, pero ninguna tiene todo lo que esperamos y deseamos. Ninguna reúne todos los requisitos, no existe esa figura única, particular, maravillosa e insustituible que nos hará felices. Sólo hay personas. Y en cada una hay siempre un poco de todo, es a la vez escoria y un rayo de luz..."
El teléfono volvió a sonar. Número no identificado. Dejé que sonara una y otra vez.
Amplié y modifiqué mis acotaciones en el margen derecho del párrafo y esta vez, indiqué la fecha, sabiendo que los recuerdos que calan no se olvidan.
Sobrevino de un modo natural, sin reloj, sin forzar la razón. Sin insomnio, sin sueños ni sueño.  Supe aquello que tantas veces me había negado a preguntarme.  No era el contenido ni el fondo.  No. Era el continente y la forma de ser en su existencia aquello que lo hacía irrepetible, único.

lunes, 1 de octubre de 2012

ESPIRAL




Hace tirabuzones con su pelo enrulado del lado izquierdo  durante un rato, y, me acerco porque  sonríe, porque resulta gratificante ver a  alguien sonreír  en la ciudad,  a solas, como si  hubiera  decidido que  lo externo  no   va a invadir su  estado de ánimo. 
El agua,  a pesar de la creciente cerril no llegó hasta la orilla, pero se respira en el ambiente a borbotones como un sudor espeso.
Hace frío  y me pregunto por qué habrá decidido sentarse  justo en el medio de un banco tan largo y   me respondo inmediatamente que yo, hubiera optado por sentarme en uno de los extremos, ya  sea que esperase a alguien, o no.  Es poco el abrigo que lleva puesto dada la escasa temperatura de este septiembre  extraño.
El viento ribereño  juega con sus rulos    y parecen disfrutar del clima.  Me digo que el sol agudo y  húmedo  del mediodía  no le ocasiona ninguna incomodidad por los lentes oscuros  que me impiden ver su mirada.  Me impiden  ver si me ha visto o no.  Me impiden saber si sus ojos son  café o celestes o verdes o  miel. Chispeantes o abstraídos.   Me pregunto  si he de hablarle  para escuchar su voz  y   me digo que no tengo derecho alguno  a  interrumpir eso que le pasa  y que tanto parece disfrutar.  
El agua,  acaso por la hora,  ha comenzado a  retirarse  y huele a septiembre, extraño pero septiembre al fin,  con su inconfundible aroma. 
Enciendo un cigarrillo,  sigo observando  su figura   y su pose que  en todo sentido contrasta con lo  circunspecto de esa poca gente  que va y viene quien sabe hacia dónde sin percatarse de su existencia.  Ni de la mía.   Se recuesta en ese banco largo con un desinterés envidiable  y,  al colocar  sus  manos delgadas cruzadas bajo la nuca, parece haber encontrado  la  posición ideal para  continuar inmutable, acaso en un mundo de sueños  o tal vez en un mundo de realidades inasibles. 
El agua con su sonido líquido en movimiento  ha variado su curso,  su presencia constante,   ahora se desdibuja.
Miro el reloj y  sólo atino a encender otro cigarrillo para regresar mientras me doy cuenta del tiempo transcurrido  que no ha  pasado.

jueves, 12 de julio de 2012

LA RAQUEL - Capítulo III


Ver Capítulos I y II en la etiqueta, "Cuentos Compartidos"



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Parte XXVIII (Adela)
En la esquina de Saavedra y Machado, hay una casa a la que Adrián Basualdo no iba desde su niñez. Su madre había sido la fregona de los Hubieta mientras vivió, y, las malas lenguas del pueblo aseguraban que Valentín y Adrián tenían genes en común. La “maternità è certa, la paternità chi lo sa”, le había dicho su abuela cuando a sus 13 años fue a averiguar por lo que había escuchado en la escuela. Fue la única vez que Adrián habló del asunto y no quiso entonces ni nunca, preguntarle a su madre, es que Marga Basualdo, había levantado entre ella y él un cerco que él nunca quiso saltar.
Siempre le había gustado a Adrián la abundancia de ventanales enormes de la casa, los cortinados prolijos, las paredes siempre bien pintadas y el portón verde inglés que daban ese toque cuidado y distinguido. Hizo sonar largo el timbre y desde la mirilla escuchó la voz de Valentín preguntando quién era.
-Soy Adrián boludo, abrí rápido.       
-¿Se puede saber qué hacés vestido así? Entrá paquete…
-No me vas a decir que con esta capa y la peluca rubia no me parezco a Marilyn, ja… Imaginate que no iba a venir acá con la ropa de cana. El deschave nunca, che.
-No tendrías que haber venido, Adrián. ¿No te di el celular para que me llames?
-Dejame de joder con ese aparato de mierda que me diste, es más complicado que… Aparte son un riesgo, che… ni vos ni yo podemos andar jugando con fuego. Aparte, necesito la guita, imaginate…
-Sentate acá y esperá que te la traigo. ¿Me conseguiste más info?
En dos minutos Valentín regresó con un sobre de madera, se lo dio y se sentó frente a Adrián.
-Info? Sí, mirá la papeleta que tengo… por arriba, mirá, nomás, porque esta vale el doble.
-¿Y de dónde la sacaste?
-Menos averigua dios y perdona, che… Si la querés, pagás ahora, si no, tengo a quién vendérsela, imaginate.
–No seas guacho… si sabés que en esta, somos casi socios, paquete. Dale, dejame los papelitos y te hago llegar la tela mañana.
–Bueno, pero fijate a quién me mandás, eh…
Antes de irse Adrián miró hacia la cocina.
-¿Te acordás cuando éramos chicos y la vieja nos hacía la leche y no nos dejaba ni asomar por acá?
-Y sí, pero era por mamá, no quería que se ensuciara lo que Marga limpiaba. Mis viejos la adoraban a Marga. Y yo también.
-¿Cuánto hace que tus viejos se mudaron a Caracoles, ya?
-Y en el 2007… La verdad, te miro y me causa gracia, parecés una mina de veras con esa peluca.
Parte XXIX (Iris)
Pablo Lutero está frente a Juan Saldívar. Eso era lo que quería y lo consiguió. Ahora no sabe de que manera comenzar la charla. Juan le evita el mal momento.
-Mi secretaria me anticipó que usted deseaba hablar conmigo de un asunto personal. No lo conozco, por lo tanto lo de personal…
-Perdón, yo soy el psiquiatra que atiende a su novia.
-¿Psiquiatra?... no estaba enterado.
-Lo sé, por eso estoy acá. Me parece importante hablar con usted sobre Samanta. Ella vino a verme y me pidió absoluta reserva, pero dadas las condiciones en las que se encuentra, consideré necesario tener una charla con usted. Samanta requiere ser medicada de lo contrario…
-No me diga que podría enloquecer doctor, porque tengo la respuesta.
-Le pediría que tomara con seriedad mis palabras. Su novia está pasando por un estado de esquizofrenia aguda de sumo cuidado. Si no actuamos inmediatamente podría resultar fatal. Alguien de su confianza intentó matarla.
-Por favor, doctor ¿...?
-Pablo Lutero.
-Doctor Lutero a mi novia le encanta llamar la atención y que yo esté pendiente de ella. Mi trabajo me requiere y ella reclama de esa manera. Además quisiera saber que lo hace pensar semejante atrocidad, seguramente inventada por ella.
-En estado de hipnosis no se puede inventar señor Saldívar. Sometí a Samanta justamente para darle o no, credibilidad a sus palabras, y le puedo asegurar que no tengo dudas al respecto. Le propongo algo. El lunes próximo a las cinco de la tarde, su novia vendrá a la consulta. Sería bueno que usted estuviera presente.
-Samanta jamás aceptará, dado que me lo ocultó y…
-No señor Saldívar, ella no sabrá de su presencia, no tiene que ser visto. Sin embargo usted si podrá ver y escuchar todo lo que diga o haga su novia.
-De acuerdo, allí estaré. Me disculpo pero tengo que dejarlo. ¿Necesita algo más doctor Lutero?...
-No, nada más señor Saldívar. Buenas tardes.
A Pablo no le gustó nada la personalidad de Juan Saldívar. Ese hombre no amaba a Samanta. Ahora más que nunca tenía que ayudarla. Esa mujer ya había comenzado a ser parte de su vida.
Parte XXX (Daniel)
No bien el psiquiatra dejó la oficina de Juan, éste tomó el teléfono y llamó a Spadafore para comentarle lo ocurrido.
-¡¿Que sufría de esquizofrenia aguda, le dijo?! -preguntó el detective con sorpresa.
-Sí. Ese fue su diagnóstico.
-¿Y usted qué piensa de eso?
-Me parece extraño. Nunca le noté nada raro a Samanta.
-Ajá- exclamó Spadafore, pensativo.
-Y también me resulta muy raro que este tipo atienda a mi novia sin que yo lo sepa.
-¿Usted no me había dicho que Samanta vino a Aldea Clara por primera vez, para conocer a su familia?
-Sí.
-¿Y cuánto hace que Lutero atiende a su novia?
-No sé.
-¡Cómo! -se extrañó el detective- ¿No se lo preguntó?
-No. La verdad es que me abataté con semejante situación, y no supe qué hacer. Estuve bastante lento.
-Evidentemente -asintió Spadafore, y luego reflexionó-. ¡A ver! Una de dos. El colifato ese trata a Samanta desde hace largo tiempo, o la atendió por primera vez cuando ella vino al pueblo.
-¡Claro!
-Hay que averiguar eso, porque el diagnóstico que le dio no es una pavada. Si su novia es un paciente de larga data, puede ser que el locólogo ese sepa de qué está hablando, pero me resulta casi increíble que usted no se haya dado cuenta de las locuras de su novia, y perdóneme por esto que estoy diciendo.
-No se preocupe, detective. Siga.
-¡Bien!... si en cambio Lutero recién la conoce, me pregunto cómo se atreve a diagnosticar semejante enfermedad en tan poco tiempo.
-Sí. Tiene razón.
-Hagamos una cosa.
-¿Qué?
-Déjeme hacer un llamado a un psiquiatra que yo conozco, para que me oriente un poco respecto a qué cosa es la esquizofrenia, y vemos qué pasos seguir respecto a ese Lutero, del que ya le digo, desconfío.
-De acuerdo. Manténgame al tanto. Mientras tanto qué hago el lunes. ¿Voy a lo de Lutero o no voy?
-Espere a que averigüe primero, y después le digo.
-Perfecto. Espero noticias.
Tres horas más tarde, vía telefónica Juan Saldivar recibía las noticias que esperaba.
-¿Qué pudo averiguar, detective?
-Que los psiquiatras están todos locos.
-¿Por?
-Porque éste me tuvo dos horas en el teléfono, hablándome de la esquizofrenia.
-¡Bueno! Por eso no tiene que estar loco.
-Era una manera de decir.
-¿Y? -se impacientó Juan- ¿Sacó algo en claro?
-Le voy a hacer un resumen de todo lo que anoté. Parece que la esquizofrenia es una especie de misterio para los mismos médicos. De todas maneras, se sabe que aparece entre los 15 y 45 años, y que un esquizofrénico sufre una especie de retirada de la realidad y la vida social. Fíjese que esquizofrenia en sí significa "mente partida".
-¡¿Mente partida?! -se impresionó Juan.
-Eso dije. Un esquizofrénico sufre la distorsión de los pensamientos y los sentimientos. La enfermedad lo afecta de una forma total, siente, piensa y habla de forma diferente a como lo hacia antes. Puede estar extraño, o más aislado. Puede evitar salir con amigos. Quizás duerma poco o demasiado. Quizás hable solo o se ría sin motivo. Tenga en cuenta, Juan, que estos síntomas no tienen por qué aparecer en todos los enfermos.
-¡Sí! pero yo no noté nada de eso.
-Puede tener apatía, problemas en la concentración y en la atención, falta de placer…
-¡¿Falta de placer?! -se rio Juan- Puedo asegurarle que Samanta no tiene ningún problema con el placer. Todo lo contrario.
-¡Bueno! Me alegro por usted.
-Discúlpeme la infidencia, pero me salió de adentro.
-Entiendo… Otra cosa que me dijo el psiquiatra, es que la persona que sufre de esquizofrenia, no sabe lo que le está sucediendo, y por lo tanto nunca pide ayuda.
-¡Espere, espere! -interrumpió Juan- Usted dice que un esquizofrénico no pide ayuda, y Lutero me dijo que Samanta fue a verlo para consultarlo y le pidió absoluta reserva…
-¡¿Ah, sí?!... ¡Qué interesante! Por algo le dije yo que desconfío de él.
-¡Qué hacemos entonces, detective! ¿Voy el lunes, o no voy?...


 
Parte XXXI (Adela)
Ese lunes de junio amaneció frío y lluvioso. “Faltan pocos días para que empiece el invierno”, pensó Raquel, que como siempre había madrugado para organizar el día con tiempo. Mientras preparó el café para ella y la leche para Paquito, revisó el cuaderno de comunicaciones de la guardería y no había nada nuevo. “Si no hay nada nuevo, es algo bueno”, pensó Raquel, mientras acomodaba la mochila y cosía el bolsillo del guardapolvo de su hijo. Tendría que llamar un taxi para que la llevase hasta “Los Ositos” y, si para esa hora el aguacero no mermaba, haría que la espere para luego retomar hasta la Intendencia, porque casi 30 cuadras bajo el agua, no pensaba caminar.
Pueblo chico, infierno grande; los rumores del viernes en la oficina mediante la radio pasillo, habían provocado que Raquel estuviera en alerta. Que el chusmerío anduviera diciendo que la Fabbro había comenzado con el siquiatra para que le arregle los cables, que esa gentuza dijera que con Lutero había empezado a recordar y que había que mantenerlo en reserva porque se trataba de un secreto profesional que no debía ventilarse, la perturbó. Al mal tiempo buena cara, se miró Raquel en el espejo. De ser así, especuló, será su palabra, contra la de ella. La palabra de alguien que está en tratamiento siquiátrico, confundida, y la palabra de alguien con mente sana, madre soltera, y trabajadora. Si quieren hacer prevalecer la portación de apellido, es cuestión de forzar a hacer prevalecer la no discriminación.
El taxi llegó puntual. Paquito entredormido todavía, se recostó sobre su madre. Ella llevaba un pantalón negro con tiradores y una camisa a rayas negra y blanca, con cuello y puños blancos. En nada se parecía a la que era. El chofer, la saludó cortés y miró con disimulo por el espejo retrovisor con qué arte, Raquel se maquillaba.
-Esperame que deje el nene, de acá sigo hasta el municipio, serán cinco o diez minutos nomás.
-¿Lista para empezar la semana? Le dijo sonriente el chofer
-Sí… -hizo una pausa, bajó el vidrio un poco para mirar la tormenta y el hombre le alcanzó el Atalaya, agregando que nada mejor que estar informado para evitar sorpresas.
Raquel sonrió y al mismo tiempo frunció el ceño al escucharlo, leyendo sin mayor interés los titulares, hasta que en la parte inferior de la primera página vio la nota de Hubieta.

“… Fuentes confiables aseguran que en la oficina del Señor Juan Saldívar (31), existe un amplio archivo con los antecedentes personales de varios habitantes de Aldea Clara y cuyos datos, habrían sido recopilados por el ex policía Ángel Spadafore (50), por encargo del mencionado hijo menor del intendente.
El legajo más sugestivo, sería el de Francisco Barrios, víctima reciente de un homicidio brutal del que nada aún se sabe. No deja de resultar sorprendente la abundancia de detalles que consta en la documentación. ¿Saben entre otros, el señor Roberto Armendáriz (56), el Señor Raúl Ontiveros (51), el Señor Néstor Traversaro (47) el Doctor Laurentino Diéguez (49), la Señora Raquel Girado (33), el Señor Martín Saldívar (36), hermano de quien paga por la investigación, que están siendo “estudiados” por un detective privado que sirve a intereses desconocidos?
¿Qué acontece en Aldea Clara? Me pregunto si ilegítimamente se irrumpe en la vida de las personas violando el derecho a la privacidad y a la intimidad. Porque de ser así, nos encontramos frente a actos de extrema gravedad. Estupefacción y temor generan estas conductas sin precedentes -al menos salidos a la luz- en nuestra población, porque Juan Saldívar, sabemos, no es fiscal ni juez. Que administre el campo propiedad de su familia y la estancia El Zurrusco, nada tiene que ver con este extraño proceder que, sin duda alguna, despierta sospechas…”

Cuando llegaron a la Intendencia, Raquel le pagó. Ya había enrollado el periódico.
-¿Me lo puedo quedar?
-Claro mujer, yo ya lo leí, y, para algún otro pasajero acá tengo El Escudo.
Como una tromba, Raquel entró a la intendencia, saludó a la poca gente que había llegado a esa hora y se dirigió a su oficina. Cerró la puerta, hizo girar el sillón, levantó la persiana y, del teléfono de línea discó el número de Tincho. “El número que ha marcado, no corresponde a un abonado en servicio”. “El número que ha marcado, no corresponde a un abonado en servicio”. Maldita lluvia que activa esas voces estúpidas.

Parte XXXII (Iris)

En el apuro Raquel no advirtió que alguien más estaba en su oficina. Al colgar el tubo levantó la vista. No podía creer lo que veía, sentada en un sillón de costado, casi arrebujada sobre sí misma, estaba la mismísima Samanta Fabbro.
-Perdón la puerta estaba abierta y entré. Necesitaba hablarle.
Samanta se puso de pié y se acercó a Raquel que la miraba sin poder articular palabra. Tal la impresión que le había causado la presencia de la mujer en su oficina.
-Está bien, tome asiento, dijo no muy convencida.
-No voy a quedarme demasiado tiempo, solo necesito hacerle algunas preguntas.
La voz de Samanta sonaba alterada, casi con miedo.
-¿Usted me conoce señora Raquel? Digo, no de la vez que nos presentaron si no de antes. Desde que la vi no puedo quitar de mi cabeza la sensación de que nos hemos visto antes. Pero lo peor es que eso me produce un miedo atroz.
-Perdón que la interrumpa señorita Samanta, pero yo estoy trabajando y…
-¡Ya recuerdo!... Estábamos en una oficina… yo, estaba en la oficina de mi novio y…
La cara de Raquel se transfiguró. Hubiera querido desaparecer en ese mismo instante, que Samanta enmudeciera, que no recordara, que…
De pronto la mujer se transforma en una máquina imparable de reproducir.
-… cuando usted me golpeó, porque ahora estoy segura, fue usted quién me golpeó, recuerdo cuando caía que lo último que vi fue su rostro. Y no supe más nada. ¿Porqué lo hizo?...
La pregunta quedó flotando en el aire ya que Samanta cayó desmayada al piso. Los gritos de Raquel hicieron que parte del personal corriera a su oficina para auxiliarla.
En el consultorio del doctor Pablo Lutero en tanto, sostenían una amigable charla Juan Saldívar con el impasible psiquiatra esperando la llegada de Samanta.
Una llamada telefónica los distrajo por un momento.
-¿El doctor Pablo Lutero?
-Si, el habla.
-Doctor, quería avisarle que una paciente suya sufrió un desmayo en la oficina de la señora Raquel Girado. La está asistiendo el médico del lugar, decidimos llamarlo a usted porque la señorita tenía una tarjeta con su nombre y un horario de visita para verlo hoy.
-Está bien, deme la dirección y el teléfono de esa oficina. Voy para allá.
Pablo encaró a Juan Saldívar que esperaba.
-Estamos en problemas señor Saldívar, me temo que tendrá que acompañarme, su novia sufrió un desmayo en la oficina de Raquel Girado, en el camino le cuento más detalles.
La cara de Juan empalideció. En un segundo pasaron por su cabeza mil situaciones diferentes pero ninguna de ellas tuvo que ver con la recuperación de la memoria de Samanta Fabbro.

Parte XXXIII (Daniel)

Aunque preocupado por lo que pudiera estar sucediéndole a su novia, Juan conducía su automóvil pensando que Spadafore tuvo razón cuando llamó colifato a Lutero, pues ese hombre -que iba sentado en el asiento del acompañante- acababa de pedirle a la persona que lo llamó por teléfono para avisarle lo que ocurría con Samanta, nada más y nada menos que la dirección de la municipalidad, un edificio archiconocido por los habitantes de Aldea Clara, que obviamente estaba frente a la plaza principal, como en todo pueblo…
-¿Usted la conocer a Raquel Girado, doctor? -preguntó Juan intrigado.
-¡Sí, claro! -respondió el psiquiatra, distraídamente.
-¿Y no sabía dónde trabaja?
-Por supuesto que sí, ¡en la municipalidad! Y es la secretaria del concubino, o sea, de Tincho Saldívar. Su hermano, ¿no?... ¡Todo el mundo lo sabe!
-¡Aaaahh!...-exclamó Juan, mientras pensaba que efectivamente Spadafore, tenía razón…
Lamentablemente para Juan, el llamado que advirtió sobre el desmayo de su novia interrumpió la conversación que mantenía con Lutero, apenas 3 minutos después de iniciada, y por lo tanto, nada pudo saber de lo que pretendía decirle el psiquiatra, que sólo alcanzó a informarle que no le estaba suministrando ninguna medicación a Samanta.
Dos horas más tarde, la muchacha se encontraba ya recuperada en casa de sus futuros suegros, junto a Juan, que se había despedido del doctor Lutero después de comprometerse a llamarlo para acordar una nueva entrevista.
Cuando Juan llegó con su novia a casa de sus padres, Zulema se apresuró por atender a Samanta, disimulando el estado de nervios que vivía, luego de leer la nota que Hubieta había publicado en el Atalaya. El que no ocultó su nerviosismo fue el intendente de Aldea Clara, que mientras su esposa se ocupara de Samanta, le mostró a su hijo el ejemplar del periódico.
-¿Podés explicarme de qué mierda está hablando el pelotudo de Hubieta? -bramaba el Toro Saldivar- Me dijiste que Spadafore estaba investigando sobre robo de la escritura de El Zurrusco. ¿Qué legajos tenés en la oficina?
-Los que dice el diario, y algunos más. Son datos de la investigación que está haciendo Spadafore. Por suerte parece que Hubieta sabe de los legajos, pero no sabe qué datos hay allí.
-¿Y cómo demonios se enteró Hubieta?
-¡Qué sé yo!
-¡¿Cómo, qué sé yo?!
-¡Es que no lo sé, papá!
-¡A ver!... ¿Quién más sabía de la existencia de esos legajos?
-Samanta.
-¡Ah, justo Samanta!
-¡Sí!... Samanta. ¿Qué te pasa con ella?
-Lo que pasa es tema de otra conversación, que ahora no viene al caso -respondió Osvaldo, recordando el párrafo que Samanta había subrayado agregando un “sí” entre signos de admiración, en la novela de Maupassant.
-Si tenés algo que decirme de Samanta, decímelo ya.
-Te dije que es para otro momento. Punto. Ahora ocupate de hablar con Spadafore, a ver si averigua cómo carajo se enteró Hubieta de los legajos, y qué más sabe ese idiota.
-¡Pero, papá! –protestó Juan- Yo quiero que…
-¡Terminala y movete! -vociferó Toro interrumpiendo a su hijo, y Juan entendió que era mejor dejar sus inquietudes para más adelante…
-¡Está bien!, pero ya vamos a hablar de esto. Me voy a ver a Spadafore. Decile a mamá que por favor cuide a Samanta.
-Por eso no te preocupes, y andá a hablar con el detective.
Y mientas el intendente se quedaba insultando a Hubieta a los gritos, Juan fue en busca de Spadafore. Minutos más tarde conversaban en la pensión de doña Chola, donde el investigador alquilaba una habitación.
-¿Leyó el Atalaya? –preguntaba Juan.
-Sí.
-¿Y qué piensa de lo que dice, y de lo que sabe Hubieta?
-Tengo mi teoría -respondió el detective tras una larga pitada al cigarrillo que teñía sus dedos de tabaco, mientas atentaba contra su vida.
-¿Cuál? -preguntó Juan, ansioso.
-Preste atención…
La especulación del detective, era que Hubieta recibía información de varias fuentes, una de ellas, la comisaría de Aldea Clara, aunque todavía no había podido determinar quién era el informante. Cuando Juan le sugirió que podía tratarse Ontiveros, sin descartarlo, Sapadafore le hizo notar que al cabo Basualdo, últimamente se lo veía gastando demasiado dinero para lo que era su sueldo, y que además, según lo que se decía en el pueblo, era medio-hermano de Hubieta.
-¿Y usted cómo sabe de esas habladurías? -preguntó Juan.
-Señor Saldivar, no se olvide que le alquilo esta habitación a doña Chola, que viene a ser la dueña del bar de al lado, y en el bar de al lado se comentan muchas cosas.
-Tiene razón, pero no se me ocurre cómo se enteró Hubietra del tema de los legajos.
-A mí sí se me ocurre. Se enteró por Samanta.
-¡¿Cómo?! ¡¿De qué habla?! -reaccionó Juan contrariado- Mi novia sería incapaz de…
-Espere, Saldivar -lo paró el detective-. No saque conclusiones y escuche…
Sabiendo Spadafore que además de Juan y de él mismo, la única persona que estaba al tanto de los legajos era Samanta, su olfato de sabueso no tardó en hallar un hilo conductor entre la muchacha y Hubieta.
-¿Y cuál es ese hilo conductor? -preguntó Juan, y Spadafore lo fue llevando de a poco hacia su teoría.
-Digame, Saldivar, ¿cómo se enteró usted, aunque hay que confirmar si es cierto, de que alguien de su confianza intentó matar a Samanta?
-Ya se lo conté. Me lo dijo su psiquiatra.
-¡Ajá!... ¿Y qué más le dijo?
-¿Qué le pasa, Spadafore? -se fastidió Juan- ¡También se lo conté! Me dijo que era esquizofrénica, y que requería ser medicada y… -Juan Saldivar se silenció de pronto.
-¿Qué pasa? ¿Por qué se detiene? -preguntó el detective.
-Es que Lutero me dijo hoy que no le había dado ninguna medicación.
-¡¿Ah, no?! ¡Qué interesante! De todas formas yo le preguntaba qué más le dijo respecto a la persona que atacó a su novia, y no me diga que ya me lo contó. Estoy tratando de hacerlo razonar.
-¡Bueno!... Me dijo que la había hipnotizado. Que lo supo de esa manera.
-Usted me quiere decir que Lutero le sacó información a Samanta, hipnotizándola, ¿verdad?
Juan empalideció…
-¡Entiendo!... -reaccionó Saldivar- usted asegura que Lutero supo de los legajos a través de la hipnosis, y que es él quien le vende información a Hubieta.
-Vuelvo a decirle que no saque conclusiones. Yo no lo aseguro, sólo lo sospecho.
-¡Está bien!, pero no hay otra forma.
-Podría haber otras.
-¿Cuáles?
-Todavía no lo sé.
-¡Sí! –decía Juan convencido- Tiene que ser él. Además, por qué primero me dijo que había que medicar a Samanta, y resulta que todavía no le dio ningún remedio. ¿O es que no me quiso decir qué es lo que le está dando?
-Ahora es usted el que duda de Lutero -señaló Spadafore, jactancioso- ¿Vio? Por algo le dije yo que no confiaba en él.
-Es verdad. Usted ya me lo había dicho...
 


Parte XXXIV (Adela)

“Sabés, ahora que lo pienso, esto en vez de llamarse Aldea Clara, tendría que llamarse Aldea Turbia…”
“O, enturbiándose cada vez más a partir de la era Saldívar”.
“Y qué querés si el que lo propuso al Toro, fue Armendáriz, con la cháchara chabacana esa de limpiar”.
“Pero el tipo, digo, el Toro, a mí me parece que antes no era corrupto”.
La Chola escuchaba la conversación sin dejarse ver, desde la cocina que daba al mostrador, mientras escuchaba a Gorriti, a Valdez, y a Ludueña. Habían estado leyendo el Atalaya ahí, y Santibáñez habían ido a comprar al kiosko, “El Escudo”, para saber qué se ventilaba ahí. Ella lo había leído temprano, y, lo único interesante era el horóscopo y el pronóstico del tiempo que auguraba mejorando por la noche.
-Hola Chola, ¿nos servís otra vuelta? Esta la garpa Gorriti –dijo Valdez-
-Y además de lo que se escribe en el diario, decime Chola, ¿vos tenés algún otro datito? -preguntó Ludueña.
-No muchachos, el datito que tengo, es que acá, ustedes dejaron una cuentita la última vez, y que me deben 95 pesos. Vieron que tuve que modificar la lista de precios, ¿no? Si no, mírenla bien antes de seguir pidiendo, así piden lo que pueden pagar.
- ¡Uhhh!… -exclamó Gorriti- como si alguna vez no te hubiéramos garpado todo Chola, dejate de joder.
-­Che, saben qué, no queda ni un ejemplar de los diarios, pero tengo una papita, que a más de uno le gustaría. Dicen que desde ayer anda por acá dando vueltas, el hijo recién llegadito de afuera, de los viejos de la estancia El Zurrusco -explicó Santibáñez, mientras se sentaba. Dicen que anda queriendo tramitar una segunda copia de la escritura de la estancia, que parece que desapareció. Que el original estaba en la oficina del hijo del Toro. Pero ahí no se termina la tira. Parece que quiere hipotecar la estancia, que los viejos están de acuerdo, y con la plata fresca que le den, tiene planeado hacer un complejo turístico, ahí mismo en la estancia.
-¿Complejo turístico? Pero si acá no va a venir ni el gato… -se burló Valdez del comentario. ¿Y cuántos años tiene el coso ese?
-Por lo que escuché más o menos como el Toro, un poquito más jovato, pero con bastante más calle. Más mundo, más visión, date cuenta que está pensando en cabañas para turismo aventura, y ecoturismo, por lo que me dijo el kioskero. Caza, pesca, qué se yo… Parece que sabe que a los europeos les gusta. Que les gusta y que pagan bien. Y la otra papita, es que parece que mañana va a reunirse con Juan Saldívar.
-Y este hombre, ¿se habrá enterado de los bolonquis que están pasando en este pueblo? ¿Habrá leído el diario de hoy y los chanchullos del Juan? -curioseó Ludueña.
-Qué le puede importar al tipo que viene de Europa, después de haber estado borrado un milenio y con toda la mosqueta que tiene, la podredumbre local, si a él, no lo afecta… -reflexionó Santibáñez.
La tormenta ese lunes, había cesado por la tarde en Aldea Clara. En la casa de los Saldívar se respiraba inquietud. Zulema había estado pensando cómo había cambiado su vida desde que Tincho vivía con Raquel. Los domingos ya no contaba con la presencia de su hijo. Con Osvaldo, a quien antes de ser intendente solía reprocharle lo poco que compartían, estaban ahora cada vez más distantes. ¿Y los viajes que le había prometido? Con Samanta ahora en su casa, tampoco se sentía dueña de su vida. ¿Lo había sido alguna vez? Ver a su familia expuesta en el diario, cuestionada, sospechada, le causaba pavor. Quizá, por su ambición, eso que estaba pasando era un castigo de Dios.

Parte XXXV (Iris)
 
La Raquel tiene miedo. Sabe que está metida en una trampa de la que le va a resultar difícil salir. Se pregunta una y otra vez el motivo por el que se encuentra tan comprometida. Aunque ya lo sabe. Nunca debió traer a Lutero a su vida nuevamente. Ya estaba fuera de ella. Si bien es cierto que habían sido amantes por dos largos años pasándola muy bien, él la había dejado por otra y ella no lo había olvidado.
Nunca había sentido por ningún hombre esa pasión desmedida que le provocaba Pablo. Recuerda que despechada se acercó a Barrios y dejó que le hiciera un hijo. Aquel encuentro casual en una confitería del centro hizo que removiera mil recuerdos. Ella fue quien lo tentó para que se acercara a Aldea Clara, sabía que Lutero era ambicioso y la podía ayudar, todo parecía tan simple…
Sin embargo ahora se da cuenta que la cosa comienza a complicarse feo. Recuerda que en la municipalidad hay documentos y fotos de distintas épocas de su vida que la comprometen y que todavía no pudo recuperar. Estos son una bomba de tiempo que no debe olvidar.
El timbre del teléfono la sobresalta. ¿Quién puede llamarla a las tres de la tarde?... su hijo duerme tranquilo. Está sola en la casa.
-Hola Raquel, tenemos que hablar.
-Te dije que no me llamaras a casa por nada del mundo.
-Es que la situación lo amerita. Estamos metidos en un lío padre. La voz inconfundible de Lutero suena preocupada.
-Justamente estaba pensando en vos, quería pedirte que te fueras, si mi marido sospechara siquiera que nos conocemos de antes, creo que tu vida correría peligro.
-Raquel vos sabés que fuimos felices juntos, tal vez podríamos…
-No sigas Pablo. Confieso que yo también lo pensé cuando hablamos. Ya no. Tengo miedo. Quiero vivir en paz, ahora tengo un hijo en quien pensar, él me necesita. Te pido que no me llames más.
-Está bien, sólo quiero que nos encontremos para ponernos de acuerdo en la manera de actuar de ahora en más. Samanta me inquieta. Sus deducciones son terribles y estás involucrada. Además ya obtuve toda la información que nos hacía falta. Podemos actuar y quedar limpitos, pero tengo que explicarte.
-Pablo tengo que cortarte, mi hijo llora. Te llamaré.

Parte XXXVI (Daniel)

Las fotos que había en la municipalidad de Aldea Clara comprometiendo a La Raquel, eran de la inauguración de un pequeño hospital en el cercano y próspero pueblo de Laguna Quieta. Aquella vez, al frente de una campaña política en procura de su reelección, el gobernador de la provincia había puesto a funcionar en un mismo día, dos nuevos hospitales, uno en Laguna Quieta, y otro Aldea Clara.
La Secretaría de Prensa del municipio de Aldea Clara cubrió ambos actos tomando varias fotos, y en una de ellas, se veía al sonriente gobernador conversando con el periodismo en plena vereda del hospital de Laguna Quieta. Fluctuante, burlón, y bromista como siempre, el destino hizo que en aquella fotografía, apareciera a espaldas del político cruzando la calle distraídamente, nada menos que Francisco Barrios, acompañado por Raquel Girado, poco después, involucrada en la causa por estafa de la que saliera absuelta por falta de méritos, en aquel otro pueblo que a 1350 kilómetros de Aldea Clara fuera escenario del juicio. Fue ese un proceso en el que el abogado de un tal Rocamora -el empresario que acusaba a La Raquel por estafa-, no pudo demostrar que ella había estado en Laguna Quieta entregándole una cuantiosa suma de dinero en efectivo, al un sujeto que supuestamente le iba a vender a su cliente, y a precio de liquidación, cierto hotel frente a la laguna sobre la que se recostaba el pueblo, siendo aquel un sitio de alto valor inmobiliario, pues Laguna Quieta se había transformado en un importante centro de turismo.
El vendedor resultó ser un estafador que no tenía propiedad alguna, y La Raquel su bella cómplice, encargada primero seducir a Rocamora, y de convencerlo después para que comprara el hotel, ocupándose ella de los trámites de la supuesta operación inmobiliaria, en su carácter de prometida del atareado comprador. Ella llevaría a Laguna Quieta el dinero para la escrituración, portando un poder que la habilitaba para firmar todo lo que fuera necesario, en representación del incauto Rocamora.
Por supuesto La Raquel jamás volvió con su “prometido”, y luego de repartirse el dinero con su cómplice se encontró con Francisco -en ese momento ambos eran amantes-, para caminar con él por el centro de Laguna Quieta en dirección de la terminal de ómnibus, lugar en el que abordaría el colectivo que la sacaría del pueblo en compañía de Paco. Lo que La Raquel nunca imaginó -para cuando se dieron cuenta ella y su acompañante ya era tarde-, fue que por un descuido quedaría inmortalizada en aquella foto de inauguración del hospital, cruzando la calle a espaldas del gobernador y su bocaza llena de dientes.
Para suerte de La Raquel, esa foto no fue seleccionada para emplearla en la publicidad que se dio de ambas inauguraciones, y quedó en la municipalidad de Aldea Clara, en compañía de varias más que se tomaron en la oportunidad, y que fueron archivadas junto a la documentación que se utilizó para organizar los dos eventos.
Fue así que en el juicio de Rocamora contra Girado, la comprometedora toma fotográfica nunca fue aportada como prueba, obviamente porque el letrado del demandante ignoraba que existiera semejante foto. Sin nada pues que fehacientemente pudiera probar la presencia de La Raquel en Laguna Quieta, ni la fraudulenta venta del hotel, la mujer fue absuelta por falta de méritos y el caso quedó cerrado.
Todo parecía haber terminado bien para La Raquel, pero no fue así, porque sabiendo Francisco de la existencia de aquella foto, tiempo después, cuando terminaron su relación sentimental, él la utilizó para extorsionar a la muchacha y guardar silencio a cambio de $ 30.000. Y después volvió a utilizarla la vez que regresó a Aldea Clara y amenazó a La Raquel con delatarla si ella no le entregaba cierta suma de dinero. Finalmente el homicidio de aquel hombre trajo paz para La Raquel, aunque era verdad, y ella lo sabía, que si la policía se enteraba del chantaje, la vería como la principal sospechosa de aquel asesinato aún sin resolver…
La Raquel necesitaba hacerse de aquella foto que la comprometía doblemente, pues no sólo demostraba su participación en la estafa de Rocamora, sino que también la mostraba junto a Francisco Barrios, su asesinado chantajista. De una u otra forma tenía que destruir la fotografía y Pablo Lutero era en ese momento su salvoconducto hacia ella, aunque complicase su vida sentimental, de por sí complicada, con el chantajista padre de su hijo asesinado, Martín Saldivar como marido, y el regreso de Pablo como su verdadero amor, de quien a pesar de todo había rechazado la propuesta de reanudar la antigua relación amorosa.
Sin embargo, la vida de La Raquel podría complicarse todavía más, porque Pablo Lutero no se caracterizaba por su estabilidad emocional, y tan así era la cosa, que aun enamorado de La Raquel, tenía cierto interés en Samanta; su paciente; y alguien que podía perjudicar a La Raquel. El interés por aquella rubia mujer había comenzado la vez que Lutero citó en su consultorio a Juan Saldivar para informarlo sobre la enfermedad de Samanta, y tras la reunión, no le gustó nada la personalidad de Juan y estuvo seguro de que ese muchacho no amaba a su novia. Ese día fue que sintió que debía ayudar a Samanta, y que había ella comenzado a ser parte de su vida…
A pesar de todo, la inestabilidad de Pablo Lutero lo llevó a proponerle a La Raquel reanudar la relación amorosa, y esa misma inestabilidad le hizo aceptar sin mucha oposición el rechazo de la mujer. Una inestabilidad que lo impulsaba a cometer cualquier cosa que se le cruzara por la cabeza en nombre de sus sentimientos. Cualquier cosa... y por eso ahora la llamada telefónica a La Raquel, con la inquietante advertencia, “estamos metidos en un lío padre”, y el pedido de encontrarse con ella para, “ponernos de acuerdo en la manera de actuar de ahora en más”, frente a las según él, terribles deducciones de Samanta que lo inquietaban, y en virtud de la obtención de cierta información que a él y a La Raquel les hacía falta para quedar limpios…
Cuando La Raquel cortó aquella comunicación telefónica a causa del llanto de su hijo, presintió que realmente la vida podría complicársele todavía más. Ella no tenía idea de qué era lo que Lutero pretendía decirle, ni de por qué tenían que ponerse de acuerdo sobre la futura manera de actuar de ambos, y mucho menos se imaginaba de qué información hablaba Pablo, ni de qué cosa esa información los mantendría limpios…

Personajes:

Almirón Aurelio: escribano en la Secretaría de Asuntos Legales de la municipalidad.
Armendáriz: político.
Barrios Francisco, alias “Paco”: padre del hijo de La Raquel.
Chola: dueña de un bar.
Cristina: secretaria del escribano Almirón.
Diéguez Laurentino, alias “El Zángano”: médico del pueblo.
Fabbro Samanta: novia de Juan Saldívar.
Girado Francisco: hijo de La Raquel y Paco.
Girado Raquel: joven promiscua y prostituida.
Gorriti: hombre del pueblo.
Ludueña: hombre del pueblo.
Lutero Pablo: psiquiatra.
Ontiveros: comisario de Aldea Clara.
Rocamora: empresario estafado por La Raquel.
Saldívar Martín, alias “Tincho”: hijo mayor de los Saldívar.
Saldívar Juan: hijo menor de los Saldívar.
Saldívar Osvaldo, alias “Toro”: poderoso ganadero de la zona.
Saldívar Zulema de: ama de casa, esposa de Osvaldo Saldívar.
Santibáñez: hombre del pueblo.
Traversaro Néstor: Director del Registro de la Propiedad.
Pascual: dueño de un boliche.
Valdez: hombre del pueblo.

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Para tener referencias sobre el pueblo de esta historia, ver su plano en la etiqueta “Aldea Clara”.