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Parte XXVIII (Adela)
En la esquina de
Saavedra y Machado, hay una casa a la que Adrián Basualdo no iba desde su
niñez. Su madre había sido la fregona de los Hubieta mientras vivió, y, las
malas lenguas del pueblo aseguraban que Valentín y Adrián tenían genes en
común. La “maternità è certa, la paternità chi lo sa”, le había dicho su abuela
cuando a sus 13 años fue a averiguar por lo que había escuchado en la escuela.
Fue la única vez que Adrián habló del asunto y no quiso entonces ni nunca,
preguntarle a su madre, es que Marga Basualdo, había levantado entre ella y él
un cerco que él nunca quiso saltar.
Siempre le había
gustado a Adrián la abundancia de ventanales enormes de la casa, los cortinados
prolijos, las paredes siempre bien pintadas y el portón verde inglés que daban
ese toque cuidado y distinguido. Hizo sonar largo el timbre y desde la mirilla
escuchó la voz de Valentín preguntando quién era.
-Soy Adrián boludo, abrí rápido.
-¿Se puede saber
qué hacés vestido así? Entrá paquete…
-No me vas a decir
que con esta capa y la peluca rubia no me parezco a Marilyn, ja… Imaginate que
no iba a venir acá con la ropa de cana. El deschave nunca, che.
-No tendrías que
haber venido, Adrián. ¿No te di el celular para que me llames?
-Dejame de joder
con ese aparato de mierda que me diste, es más complicado que… Aparte son un
riesgo, che… ni vos ni yo podemos andar jugando con fuego. Aparte, necesito la
guita, imaginate…
-Sentate acá y
esperá que te la traigo. ¿Me conseguiste más info?
En dos minutos
Valentín regresó con un sobre de madera, se lo dio y se sentó frente a Adrián.
-Info? Sí, mirá la
papeleta que tengo… por arriba, mirá, nomás, porque esta vale el doble.
-¿Y de dónde la
sacaste?
-Menos averigua
dios y perdona, che… Si la querés, pagás ahora, si no, tengo a quién
vendérsela, imaginate.
–No seas guacho…
si sabés que en esta, somos casi socios, paquete. Dale, dejame los papelitos y
te hago llegar la tela mañana.
–Bueno, pero
fijate a quién me mandás, eh…
Antes de irse
Adrián miró hacia la cocina.
-¿Te acordás
cuando éramos chicos y la vieja nos hacía la leche y no nos dejaba ni asomar
por acá?
-Y sí, pero era
por mamá, no quería que se ensuciara lo que Marga limpiaba. Mis viejos la
adoraban a Marga. Y yo también.
-¿Cuánto hace que
tus viejos se mudaron a Caracoles, ya?
-Y en el 2007… La
verdad, te miro y me causa gracia, parecés una mina de veras con esa peluca.
Parte XXIX (Iris)
Pablo Lutero está frente a Juan
Saldívar. Eso era lo que quería y lo consiguió. Ahora no sabe de que manera
comenzar la charla. Juan le evita el mal momento.
-Mi secretaria me anticipó que
usted deseaba hablar conmigo de un asunto personal. No lo conozco, por lo tanto
lo de personal…
-Perdón, yo soy el psiquiatra
que atiende a su novia.
-¿Psiquiatra?... no estaba
enterado.
-Lo sé, por eso estoy acá. Me
parece importante hablar con usted sobre Samanta. Ella vino a verme y me pidió
absoluta reserva, pero dadas las condiciones en las que se encuentra, consideré
necesario tener una charla con usted. Samanta requiere ser medicada de lo
contrario…
-No me diga que podría
enloquecer doctor, porque tengo la respuesta.
-Le pediría que tomara con
seriedad mis palabras. Su novia está pasando por un estado de esquizofrenia
aguda de sumo cuidado. Si no actuamos inmediatamente podría resultar fatal.
Alguien de su confianza intentó matarla.
-Por favor, doctor ¿...?
-Pablo Lutero.
-Doctor Lutero a mi novia le
encanta llamar la atención y que yo esté pendiente de ella. Mi trabajo me
requiere y ella reclama de esa manera. Además quisiera saber que lo hace pensar
semejante atrocidad, seguramente inventada por ella.
-En estado de hipnosis no se
puede inventar señor Saldívar. Sometí a Samanta justamente para darle o no,
credibilidad a sus palabras, y le puedo asegurar que no tengo dudas al
respecto. Le propongo algo. El lunes próximo a las cinco de la tarde, su novia
vendrá a la consulta. Sería bueno que usted estuviera presente.
-Samanta jamás aceptará, dado que
me lo ocultó y…
-No señor Saldívar, ella no
sabrá de su presencia, no tiene que ser visto. Sin embargo usted si podrá ver y
escuchar todo lo que diga o haga su novia.
-De acuerdo, allí estaré. Me
disculpo pero tengo que dejarlo. ¿Necesita algo más doctor Lutero?...
-No, nada más señor Saldívar.
Buenas tardes.
A Pablo no le gustó nada la
personalidad de Juan Saldívar. Ese hombre no amaba a Samanta. Ahora más que
nunca tenía que ayudarla. Esa mujer ya había comenzado a ser parte de su vida.
Parte XXX (Daniel)
No bien el psiquiatra dejó la oficina de Juan, éste
tomó el teléfono y llamó a Spadafore para
comentarle lo ocurrido.
-¡¿Que
sufría de esquizofrenia aguda, le dijo?! -preguntó el detective con sorpresa.
-Sí. Ese fue su
diagnóstico.
-¿Y
usted qué piensa de eso?
-Me
parece extraño. Nunca le noté nada raro a Samanta.
-Ajá-
exclamó Spadafore, pensativo.
-Y
también me resulta muy raro que este tipo atienda a mi novia sin que yo lo
sepa.
-¿Usted
no me había dicho que Samanta vino a Aldea Clara por primera vez, para conocer
a su familia?
-Sí.
-¿Y
cuánto hace que Lutero atiende a su novia?
-No
sé.
-¡Cómo!
-se extrañó el detective- ¿No se lo preguntó?
-No.
La verdad es que me abataté con semejante situación, y no supe qué hacer.
Estuve bastante lento.
-Evidentemente
-asintió Spadafore, y luego reflexionó-. ¡A ver! Una de dos. El colifato ese
trata a Samanta desde hace largo tiempo, o la atendió por primera vez cuando
ella vino al pueblo.
-¡Claro!
-Hay
que averiguar eso, porque el diagnóstico que le dio no es una pavada. Si su
novia es un paciente de larga data, puede ser que el locólogo ese sepa de qué
está hablando, pero me resulta casi increíble que usted no se haya dado cuenta
de las locuras de su novia, y perdóneme por esto que estoy diciendo.
-No
se preocupe, detective. Siga.
-¡Bien!...
si en cambio Lutero recién la conoce, me pregunto cómo se atreve a diagnosticar
semejante enfermedad en tan poco tiempo.
-Sí.
Tiene razón.
-Hagamos
una cosa.
-¿Qué?
-Déjeme
hacer un llamado a un psiquiatra que yo conozco, para que me oriente un poco
respecto a qué cosa es la esquizofrenia, y vemos qué pasos seguir respecto a
ese Lutero, del que ya le digo, desconfío.
-De
acuerdo. Manténgame al tanto. Mientras tanto qué hago el lunes. ¿Voy a lo de
Lutero o no voy?
-Espere
a que averigüe primero, y después le digo.
-Perfecto.
Espero noticias.
Tres horas más tarde, vía
telefónica Juan Saldivar recibía las noticias que esperaba.
-¿Qué pudo averiguar,
detective?
-Que
los psiquiatras están todos locos.
-¿Por?
-Porque
éste me tuvo dos horas en el teléfono, hablándome de la esquizofrenia.
-¡Bueno!
Por eso no tiene que estar loco.
-Era
una manera de decir.
-¿Y?
-se impacientó Juan- ¿Sacó algo en claro?
-Le voy a hacer un resumen de
todo lo que anoté. Parece que la esquizofrenia es una especie de misterio para
los mismos médicos. De todas maneras, se sabe que aparece entre los 15 y 45
años, y que un esquizofrénico sufre una especie
de retirada de la realidad y la vida social. Fíjese que esquizofrenia en sí
significa "mente partida".
-¡¿Mente partida?! -se impresionó Juan.
-Eso dije. Un esquizofrénico sufre la distorsión de
los pensamientos y los sentimientos. La enfermedad lo afecta de una forma
total, siente, piensa y habla de forma diferente a como lo hacia antes. Puede
estar extraño, o más aislado. Puede evitar salir con amigos. Quizás duerma poco
o demasiado. Quizás hable solo o se ría sin motivo. Tenga en cuenta, Juan, que
estos síntomas no tienen por qué aparecer en todos los enfermos.
-¡Sí! pero yo no noté nada de eso.
-Puede tener apatía, problemas en la concentración
y en la atención, falta de placer…
-¡¿Falta de placer?! -se rio Juan- Puedo asegurarle
que Samanta no tiene ningún problema con el placer. Todo lo contrario.
-¡Bueno! Me alegro por usted.
-Discúlpeme la infidencia, pero me salió de
adentro.
-Entiendo… Otra cosa que me dijo el psiquiatra, es
que la persona que sufre de esquizofrenia, no sabe lo que le está sucediendo, y
por lo tanto nunca pide ayuda.
-¡Espere, espere! -interrumpió Juan- Usted dice que
un esquizofrénico no pide ayuda, y Lutero me dijo que Samanta fue a verlo para consultarlo y le pidió
absoluta reserva…
-¡¿Ah, sí?!... ¡Qué interesante! Por algo le dije
yo que desconfío de él.
-¡Qué hacemos entonces, detective! ¿Voy el lunes, o
no voy?...
Parte XXXI (Adela)
Ese lunes de junio amaneció frío y lluvioso.
“Faltan pocos días para que empiece el invierno”, pensó Raquel, que como
siempre había madrugado para organizar el día con tiempo. Mientras preparó el
café para ella y la leche para Paquito, revisó el cuaderno de comunicaciones de
la guardería y no había nada nuevo. “Si no hay nada nuevo, es algo bueno”,
pensó Raquel, mientras acomodaba la mochila y cosía el bolsillo del guardapolvo
de su hijo. Tendría que llamar un taxi para que la llevase hasta “Los Ositos”
y, si para esa hora el aguacero no mermaba, haría que la espere para luego
retomar hasta la Intendencia, porque casi 30 cuadras bajo el agua, no pensaba
caminar.
Pueblo chico, infierno grande; los rumores
del viernes en la oficina mediante la radio pasillo, habían provocado que
Raquel estuviera en alerta. Que el chusmerío anduviera diciendo que la Fabbro
había comenzado con el siquiatra para que le arregle los cables, que esa
gentuza dijera que con Lutero había empezado a recordar y que había que
mantenerlo en reserva porque se trataba de un secreto profesional que no debía
ventilarse, la perturbó. Al mal tiempo buena cara, se miró Raquel en el espejo.
De ser así, especuló, será su palabra, contra la de ella. La palabra de alguien
que está en tratamiento siquiátrico, confundida, y la palabra de alguien con
mente sana, madre soltera, y trabajadora. Si quieren hacer prevalecer la
portación de apellido, es cuestión de forzar a hacer prevalecer la no
discriminación.
El taxi llegó puntual. Paquito entredormido
todavía, se recostó sobre su madre. Ella llevaba un pantalón negro con
tiradores y una camisa a rayas negra y blanca, con cuello y puños blancos. En
nada se parecía a la que era. El chofer, la saludó cortés y miró con disimulo
por el espejo retrovisor con qué arte, Raquel se maquillaba.
-Esperame que deje el nene, de acá sigo
hasta el municipio, serán cinco o diez minutos nomás.
-¿Lista para empezar la semana? Le dijo
sonriente el chofer
-Sí… -hizo una pausa, bajó el vidrio un poco
para mirar la tormenta y el hombre le alcanzó el Atalaya, agregando que nada
mejor que estar informado para evitar sorpresas.
Raquel sonrió y al mismo tiempo frunció el
ceño al escucharlo, leyendo sin mayor interés los titulares, hasta que en la
parte inferior de la primera página vio la nota de Hubieta.
“… Fuentes
confiables aseguran que en la oficina del Señor Juan Saldívar (31), existe un
amplio archivo con los antecedentes personales de varios habitantes de Aldea
Clara y cuyos datos, habrían sido recopilados por el ex policía Ángel Spadafore
(50), por encargo del mencionado hijo menor del intendente.
El legajo
más sugestivo, sería el de Francisco Barrios, víctima reciente de un homicidio
brutal del que nada aún se sabe. No deja de resultar sorprendente la abundancia
de detalles que consta en la documentación. ¿Saben entre otros, el señor
Roberto Armendáriz (56), el Señor Raúl Ontiveros (51), el Señor Néstor
Traversaro (47) el Doctor Laurentino Diéguez (49), la Señora Raquel Girado
(33), el Señor Martín Saldívar (36), hermano de quien paga por la
investigación, que están siendo “estudiados” por un detective privado que sirve
a intereses desconocidos?
¿Qué
acontece en Aldea Clara? Me pregunto si ilegítimamente se irrumpe en la vida de
las personas violando el derecho a la privacidad y a la intimidad. Porque de
ser así, nos encontramos frente a actos de extrema gravedad. Estupefacción y
temor generan estas conductas sin precedentes -al menos salidos a la luz- en
nuestra población, porque Juan Saldívar, sabemos, no es fiscal ni juez. Que
administre el campo propiedad de su familia y la estancia El Zurrusco, nada
tiene que ver con este extraño proceder que, sin duda alguna, despierta
sospechas…”
Cuando llegaron a la Intendencia, Raquel le
pagó. Ya había enrollado el periódico.
-¿Me lo puedo quedar?
-Claro mujer, yo ya lo leí, y, para algún
otro pasajero acá tengo El Escudo.
Como una tromba, Raquel entró a la
intendencia, saludó a la poca gente que había llegado a esa hora y se dirigió a
su oficina. Cerró la puerta, hizo girar el sillón, levantó la persiana y, del
teléfono de línea discó el número de Tincho. “El número que ha marcado, no
corresponde a un abonado en servicio”. “El número que ha marcado, no
corresponde a un abonado en servicio”. Maldita lluvia que activa esas voces
estúpidas.
Parte XXXII (Iris)
En el apuro Raquel no advirtió que alguien más
estaba en su oficina. Al colgar el tubo levantó la vista. No podía creer lo que
veía, sentada en un sillón de costado, casi arrebujada sobre sí misma, estaba
la mismísima Samanta Fabbro.
-Perdón la puerta estaba abierta y entré. Necesitaba hablarle.
Samanta se puso de pié y se acercó a Raquel que la
miraba sin poder articular palabra. Tal la impresión que le había causado la
presencia de la mujer en su oficina.
-Está bien, tome asiento, dijo no muy convencida.
-No voy a quedarme demasiado tiempo, solo necesito
hacerle algunas preguntas.
La voz de Samanta sonaba alterada, casi con miedo.
-¿Usted me conoce señora Raquel? Digo, no de la vez
que nos presentaron si no de antes. Desde que la vi no puedo quitar de mi
cabeza la sensación de que nos hemos visto antes. Pero lo peor es que eso me
produce un miedo atroz.
-Perdón que la interrumpa señorita Samanta, pero yo
estoy trabajando y…
-¡Ya recuerdo!... Estábamos en una oficina… yo,
estaba en la oficina de mi novio y…
La cara de Raquel se transfiguró. Hubiera querido
desaparecer en ese mismo instante, que Samanta enmudeciera, que no recordara,
que…
De pronto la mujer se transforma en una máquina
imparable de reproducir.
-… cuando usted me golpeó, porque ahora estoy
segura, fue usted quién me golpeó, recuerdo cuando caía que lo último que vi
fue su rostro. Y no supe más nada. ¿Porqué lo hizo?...
La pregunta quedó flotando en el aire ya que
Samanta cayó desmayada al piso. Los gritos de Raquel hicieron que parte del
personal corriera a su oficina para auxiliarla.
En el consultorio del doctor Pablo
Lutero en tanto, sostenían una amigable charla Juan Saldívar con el impasible
psiquiatra esperando la llegada de Samanta.
Una llamada telefónica los distrajo por un momento.
-¿El doctor Pablo Lutero?
-Si, el habla.
-Doctor, quería avisarle que una paciente suya
sufrió un desmayo en la oficina de la señora Raquel Girado. La está asistiendo
el médico del lugar, decidimos llamarlo a usted porque la señorita tenía una
tarjeta con su nombre y un horario de visita para verlo hoy.
-Está bien, deme la dirección y el teléfono de esa
oficina. Voy para allá.
Pablo encaró a Juan Saldívar que esperaba.
-Estamos en problemas señor Saldívar, me temo que
tendrá que acompañarme, su novia sufrió un desmayo en la oficina de Raquel
Girado, en el camino le cuento más detalles.
La cara de Juan empalideció. En un segundo pasaron
por su cabeza mil situaciones diferentes pero ninguna de ellas tuvo que ver con
la recuperación de la memoria de Samanta Fabbro.
Parte XXXIII (Daniel)
Aunque preocupado por lo que pudiera estar sucediéndole a su
novia, Juan conducía su automóvil pensando que Spadafore tuvo razón cuando llamó colifato a
Lutero, pues ese hombre -que iba sentado en el asiento del acompañante- acababa
de pedirle a la persona que lo llamó por teléfono para avisarle lo que ocurría
con Samanta, nada más y nada menos que la dirección de la municipalidad, un
edificio archiconocido por los habitantes de Aldea Clara, que obviamente estaba
frente a la plaza principal, como en todo pueblo…
-¿Usted la conocer a Raquel Girado,
doctor? -preguntó Juan intrigado.
-¡Sí, claro! -respondió
el psiquiatra, distraídamente.
-¿Y no sabía dónde
trabaja?
-Por supuesto que
sí, ¡en la municipalidad! Y es la secretaria del concubino, o sea, de Tincho
Saldívar. Su hermano, ¿no?... ¡Todo el mundo lo sabe!
-¡Aaaahh!...-exclamó
Juan, mientras pensaba que efectivamente Spadafore, tenía razón…
Lamentablemente
para Juan, el llamado que advirtió sobre el desmayo de su novia interrumpió la
conversación que mantenía con Lutero, apenas 3 minutos después de iniciada, y por
lo tanto, nada pudo saber de lo que pretendía decirle el psiquiatra, que sólo
alcanzó a informarle que no le estaba suministrando ninguna medicación a Samanta.
Dos horas más
tarde, la muchacha se encontraba ya recuperada en casa de sus futuros suegros,
junto a Juan, que se había despedido del doctor Lutero después de comprometerse
a llamarlo para acordar una nueva entrevista.
Cuando Juan llegó
con su novia a casa de sus padres, Zulema se apresuró por atender a Samanta, disimulando
el estado de nervios que vivía, luego de leer la nota que Hubieta había
publicado en el Atalaya. El que no ocultó su nerviosismo fue el
intendente de Aldea Clara, que mientras su esposa se ocupara de Samanta, le
mostró a su hijo el ejemplar del periódico.
-¿Podés explicarme de qué mierda está hablando el
pelotudo de Hubieta? -bramaba el Toro Saldivar- Me dijiste que Spadafore estaba
investigando sobre robo de la escritura de El Zurrusco. ¿Qué legajos tenés en
la oficina?
-Los que dice el
diario, y algunos más. Son datos de la investigación que está haciendo
Spadafore. Por suerte parece que Hubieta sabe de los legajos, pero no sabe qué
datos hay allí.
-¿Y cómo demonios se
enteró Hubieta?
-¡Qué sé yo!
-¡¿Cómo, qué sé yo?!
-¡Es que no lo sé,
papá!
-¡A ver!... ¿Quién
más sabía de la existencia de esos legajos?
-Samanta.
-¡Ah, justo
Samanta!
-¡Sí!... Samanta.
¿Qué te pasa con ella?
-Lo que pasa es
tema de otra conversación, que ahora no viene al caso -respondió Osvaldo,
recordando el párrafo que Samanta
había subrayado agregando un “sí” entre signos de admiración, en la novela de
Maupassant.
-Si tenés algo que decirme de Samanta, decímelo ya.
-Te dije que es para otro momento. Punto. Ahora ocupate de hablar con Spadafore,
a ver si averigua cómo carajo se enteró Hubieta de los legajos, y qué más sabe
ese idiota.
-¡Pero, papá! –protestó Juan- Yo quiero que…
-¡Terminala y movete! -vociferó Toro interrumpiendo a su hijo, y Juan
entendió que era mejor dejar sus inquietudes para más adelante…
-¡Está bien!, pero ya vamos a hablar de esto. Me voy a ver a Spadafore. Decile
a mamá que por favor cuide a Samanta.
-Por eso no te preocupes, y andá a hablar con el detective.
Y mientas el intendente se quedaba insultando a Hubieta a los gritos,
Juan fue en busca de Spadafore. Minutos más tarde conversaban en la pensión de
doña Chola, donde el investigador alquilaba una habitación.
-¿Leyó el Atalaya? –preguntaba Juan.
-Sí.
-¿Y qué piensa de lo que dice, y de lo que sabe Hubieta?
-Tengo mi teoría -respondió el detective tras una larga pitada al cigarrillo
que teñía sus dedos de tabaco, mientas atentaba contra su vida.
-¿Cuál? -preguntó Juan, ansioso.
-Preste atención…
La especulación del detective, era que Hubieta recibía información de
varias fuentes, una de ellas, la comisaría de Aldea Clara, aunque todavía no
había podido determinar quién era el informante. Cuando Juan le sugirió que podía
tratarse Ontiveros, sin descartarlo, Sapadafore le hizo notar que al cabo
Basualdo, últimamente se lo veía gastando demasiado dinero para lo que era su
sueldo, y que además, según lo que se decía en el pueblo, era medio-hermano
de Hubieta.
-¿Y usted cómo sabe de esas habladurías? -preguntó Juan.
-Señor Saldivar, no se olvide que le alquilo esta habitación a doña
Chola, que viene a ser la dueña del bar de al lado, y en el bar de al lado se
comentan muchas cosas.
-Tiene razón, pero no se me ocurre cómo se enteró Hubietra del tema de
los legajos.
-A mí sí se me ocurre. Se enteró por Samanta.
-¡¿Cómo?! ¡¿De qué habla?! -reaccionó Juan contrariado- Mi novia sería
incapaz de…
-Espere, Saldivar -lo paró el detective-. No saque conclusiones y escuche…
Sabiendo Spadafore que además de Juan y de él mismo, la única persona
que estaba al tanto de los legajos era Samanta, su olfato de sabueso no tardó
en hallar un hilo conductor entre la muchacha y Hubieta.
-¿Y cuál es ese hilo conductor? -preguntó Juan, y Spadafore lo fue
llevando de a poco hacia su teoría.
-Digame, Saldivar, ¿cómo se enteró usted, aunque hay que confirmar si es cierto, de que alguien
de su confianza intentó matar a Samanta?
-Ya se lo conté. Me lo dijo su
psiquiatra.
-¡Ajá!... ¿Y qué más le dijo?
-¿Qué le pasa, Spadafore? -se fastidió
Juan- ¡También se lo conté! Me dijo que era esquizofrénica, y que requería ser
medicada y… -Juan Saldivar se silenció de pronto.
-¿Qué pasa? ¿Por qué se
detiene? -preguntó el detective.
-Es que Lutero me dijo hoy que
no le había dado ninguna medicación.
-¡¿Ah, no?! ¡Qué interesante!
De todas formas yo le preguntaba qué más le dijo respecto a la persona que atacó
a su novia, y no me diga que ya me lo contó. Estoy tratando de hacerlo razonar.
-¡Bueno!... Me dijo que la había
hipnotizado. Que lo supo de esa manera.
-Usted me quiere decir que Lutero
le sacó información a Samanta, hipnotizándola, ¿verdad?
Juan empalideció…
-¡Entiendo!... -reaccionó Saldivar-
usted asegura que Lutero supo de los legajos a través de la hipnosis, y que es él
quien le vende información a Hubieta.
-Vuelvo a decirle que no saque
conclusiones. Yo no lo aseguro, sólo lo sospecho.
-¡Está bien!, pero no hay otra
forma.
-Podría haber otras.
-¿Cuáles?
-Todavía no lo sé.
-¡Sí! –decía Juan convencido-
Tiene que ser él. Además, por qué primero me dijo que había que medicar a
Samanta, y resulta que todavía no le dio ningún remedio. ¿O es que no me quiso
decir qué es lo que le está dando?
-Ahora es usted el que duda de Lutero -señaló Spadafore, jactancioso- ¿Vio? Por algo le dije yo que no
confiaba en él.
-Es verdad. Usted ya me lo había
dicho...
Parte XXXIV (Adela)
“Sabés, ahora que
lo pienso, esto en vez de llamarse Aldea Clara, tendría que llamarse Aldea
Turbia…”
“O, enturbiándose
cada vez más a partir de la era Saldívar”.
“Y qué querés si el
que lo propuso al Toro, fue Armendáriz, con la cháchara chabacana esa de
limpiar”.
“Pero el tipo,
digo, el Toro, a mí me parece que antes no era corrupto”.
La Chola escuchaba la conversación sin dejarse ver, desde la cocina que
daba al mostrador, mientras escuchaba a Gorriti, a Valdez, y a Ludueña. Habían
estado leyendo el Atalaya ahí, y Santibáñez habían ido a comprar al kiosko, “El
Escudo”, para saber qué se ventilaba ahí. Ella lo había leído temprano, y, lo
único interesante era el horóscopo y el pronóstico del tiempo que auguraba
mejorando por la noche.
-Hola Chola, ¿nos
servís otra vuelta? Esta la garpa
Gorriti –dijo Valdez-
-Y además de lo
que se escribe en el diario, decime Chola, ¿vos tenés algún otro datito? -preguntó
Ludueña.
-No muchachos, el datito que tengo, es que acá,
ustedes dejaron una cuentita la última vez, y que me deben 95 pesos. Vieron que
tuve que modificar la lista de precios, ¿no? Si no, mírenla bien antes de
seguir pidiendo, así piden lo que pueden pagar.
- ¡Uhhh!… -exclamó Gorriti- como si alguna vez no te
hubiéramos garpado todo Chola, dejate de joder.
-Che, saben qué, no queda ni un ejemplar de los
diarios, pero tengo una papita, que a más de uno le gustaría. Dicen que desde
ayer anda por acá dando vueltas, el hijo recién llegadito de afuera, de los
viejos de la estancia El Zurrusco -explicó Santibáñez, mientras se sentaba.
Dicen que anda queriendo tramitar una segunda copia de la escritura de la
estancia, que parece que desapareció. Que el original estaba en la oficina del
hijo del Toro. Pero ahí no se termina la tira. Parece que quiere hipotecar la
estancia, que los viejos están de acuerdo, y con la plata fresca que le den,
tiene planeado hacer un complejo turístico, ahí mismo en la estancia.
-¿Complejo turístico? Pero si acá no va a venir ni
el gato… -se burló Valdez del comentario. ¿Y cuántos años tiene el coso ese?
-Por lo que escuché más o menos como el Toro, un
poquito más jovato, pero con bastante más calle. Más mundo, más visión, date
cuenta que está pensando en cabañas para turismo aventura, y ecoturismo, por lo
que me dijo el kioskero. Caza, pesca, qué se yo… Parece que sabe que a los
europeos les gusta. Que les gusta y que pagan bien. Y la otra papita, es que
parece que mañana va a reunirse con Juan Saldívar.
-Y este hombre, ¿se habrá enterado de los bolonquis
que están pasando en este pueblo? ¿Habrá leído el diario de hoy y los
chanchullos del Juan? -curioseó Ludueña.
-Qué le puede importar al tipo que viene de Europa,
después de haber estado borrado un milenio y con toda la mosqueta que tiene, la
podredumbre local, si a él, no lo afecta… -reflexionó Santibáñez.
La tormenta ese lunes, había cesado por la tarde en Aldea Clara. En la
casa de los Saldívar se respiraba inquietud. Zulema había estado pensando cómo
había cambiado su vida desde que Tincho vivía con Raquel. Los domingos ya no
contaba con la presencia de su hijo. Con Osvaldo, a quien antes de ser
intendente solía reprocharle lo poco que compartían, estaban ahora cada vez más
distantes. ¿Y los viajes que le había prometido? Con Samanta ahora en su casa,
tampoco se sentía dueña de su vida. ¿Lo había sido alguna vez? Ver a su familia
expuesta en el diario, cuestionada, sospechada, le causaba pavor. Quizá, por su
ambición, eso que estaba pasando era un castigo de Dios.
Parte XXXV (Iris)
La Raquel tiene miedo. Sabe que está metida en una trampa de la que le
va a resultar difícil salir. Se pregunta una y otra vez el motivo por el que se
encuentra tan comprometida. Aunque ya lo sabe. Nunca debió traer a Lutero a su
vida nuevamente. Ya estaba fuera de ella. Si bien es cierto que habían sido amantes
por dos largos años pasándola muy bien, él la había dejado por otra y ella no
lo había olvidado.
Nunca había sentido por ningún hombre esa pasión desmedida que le
provocaba Pablo. Recuerda que despechada se acercó a Barrios y dejó que le
hiciera un hijo. Aquel encuentro casual en una confitería del centro hizo que
removiera mil recuerdos. Ella fue quien lo tentó para que se acercara a Aldea
Clara, sabía que Lutero era ambicioso y la podía ayudar, todo parecía tan
simple…
Sin embargo ahora se da cuenta que la cosa comienza a complicarse feo. Recuerda
que en la municipalidad hay documentos y fotos de distintas épocas de su vida
que la comprometen y que todavía no pudo recuperar. Estos son una bomba de
tiempo que no debe olvidar.
El timbre del teléfono la sobresalta. ¿Quién puede llamarla a las tres
de la tarde?... su hijo duerme tranquilo. Está sola en la casa.
-Hola Raquel,
tenemos que hablar.
-Te dije que no me
llamaras a casa por nada del mundo.
-Es que la
situación lo amerita. Estamos metidos en un lío padre. La voz inconfundible de
Lutero suena preocupada.
-Justamente estaba
pensando en vos, quería pedirte que te fueras, si mi marido sospechara siquiera
que nos conocemos de antes, creo que tu vida correría peligro.
-Raquel vos sabés
que fuimos felices juntos, tal vez podríamos…
-No sigas Pablo.
Confieso que yo también lo pensé cuando hablamos. Ya no. Tengo miedo. Quiero
vivir en paz, ahora tengo un hijo en quien pensar, él me necesita. Te pido que
no me llames más.
-Está bien, sólo
quiero que nos encontremos para ponernos de acuerdo en la manera de actuar de
ahora en más. Samanta me inquieta. Sus deducciones son terribles y estás
involucrada. Además ya obtuve toda la información que nos hacía falta. Podemos
actuar y quedar limpitos, pero tengo que explicarte.
-Pablo tengo que
cortarte, mi hijo llora. Te llamaré.
Parte XXXVI (Daniel)
Las
fotos que había en la municipalidad de Aldea Clara comprometiendo a La Raquel,
eran de la inauguración de un pequeño hospital en el cercano y próspero pueblo
de Laguna Quieta. Aquella vez, al frente de una campaña política en procura de
su reelección, el gobernador de la provincia había puesto a funcionar en un
mismo día, dos nuevos hospitales, uno en Laguna Quieta, y otro Aldea Clara.
La
Secretaría de Prensa del municipio de Aldea Clara cubrió ambos actos tomando
varias fotos, y en una de ellas, se veía al sonriente gobernador conversando
con el periodismo en plena vereda del hospital de Laguna Quieta. Fluctuante, burlón,
y bromista como siempre, el destino hizo que en aquella fotografía, apareciera
a espaldas del político cruzando la calle distraídamente, nada menos que Francisco
Barrios, acompañado por Raquel Girado, poco después, involucrada en la causa
por estafa de la que saliera absuelta por falta de méritos, en aquel otro
pueblo que a 1350 kilómetros de Aldea Clara fuera escenario del juicio. Fue ese
un proceso en el que el abogado de un tal Rocamora -el empresario que acusaba a
La Raquel por estafa-, no pudo demostrar que ella había estado en Laguna Quieta
entregándole una cuantiosa suma de dinero en efectivo, al un sujeto que supuestamente
le iba a vender a su cliente, y a precio de liquidación, cierto hotel frente a
la laguna sobre la que se recostaba el pueblo, siendo aquel un sitio de alto
valor inmobiliario, pues Laguna Quieta se había transformado en un importante centro
de turismo.
El
vendedor resultó ser un estafador que no tenía propiedad alguna, y La Raquel su
bella cómplice, encargada primero seducir a Rocamora, y de convencerlo después
para que comprara el hotel, ocupándose ella de los trámites de la supuesta operación
inmobiliaria, en su carácter de prometida del atareado comprador. Ella llevaría
a Laguna Quieta el dinero para la escrituración, portando un poder que la
habilitaba para firmar todo lo que fuera necesario, en representación del
incauto Rocamora.
Por
supuesto La Raquel jamás volvió con su “prometido”, y luego de repartirse el
dinero con su cómplice se encontró con Francisco -en ese momento ambos eran
amantes-, para caminar con él por el centro de Laguna Quieta en dirección de
la terminal de ómnibus, lugar en el que abordaría el colectivo que la sacaría
del pueblo en compañía de Paco. Lo que La Raquel nunca imaginó -para cuando se dieron
cuenta ella y su acompañante ya era tarde-, fue que por un descuido quedaría inmortalizada
en aquella foto de inauguración del hospital, cruzando la calle a espaldas del
gobernador y su bocaza llena de dientes.
Para
suerte de La Raquel, esa foto no fue seleccionada para emplearla en la
publicidad que se dio de ambas inauguraciones, y quedó en la municipalidad de Aldea Clara, en
compañía de varias más que se tomaron en la oportunidad, y que fueron
archivadas junto a la documentación que se utilizó para organizar los dos eventos.
Fue
así que en el juicio de Rocamora contra Girado, la comprometedora toma
fotográfica nunca fue aportada como prueba, obviamente porque el letrado del
demandante ignoraba que existiera semejante foto. Sin nada pues que
fehacientemente pudiera probar la presencia de La Raquel en Laguna Quieta, ni la fraudulenta venta del hotel, la
mujer fue absuelta por falta de méritos y el caso quedó cerrado.
Todo
parecía haber terminado bien para La Raquel, pero no fue así, porque sabiendo Francisco
de la existencia de aquella foto, tiempo después, cuando terminaron su relación
sentimental, él la utilizó para extorsionar a la muchacha y guardar silencio a
cambio de $ 30.000. Y después volvió a utilizarla la vez que regresó a Aldea Clara
y amenazó a La Raquel con delatarla si ella no le entregaba cierta suma de
dinero. Finalmente el homicidio de aquel hombre trajo paz para La Raquel,
aunque era verdad, y ella lo sabía, que si la policía se enteraba del chantaje,
la vería como la principal sospechosa de aquel asesinato aún sin resolver…
La
Raquel necesitaba hacerse de aquella foto que la comprometía doblemente, pues
no sólo demostraba su participación en la estafa de Rocamora, sino que también
la mostraba junto a Francisco Barrios, su asesinado chantajista. De una u otra
forma tenía que destruir la fotografía y Pablo Lutero era en ese momento su
salvoconducto hacia ella, aunque complicase su vida sentimental, de por sí
complicada, con el chantajista padre de su hijo asesinado, Martín Saldivar como
marido, y el regreso de Pablo como su verdadero amor, de quien a pesar de todo
había rechazado la propuesta de reanudar la antigua relación amorosa.
Sin
embargo, la vida de La Raquel podría complicarse todavía más, porque Pablo
Lutero no se caracterizaba por su estabilidad emocional, y tan así
era la cosa, que aun enamorado de La Raquel, tenía cierto interés en Samanta;
su paciente; y alguien que podía perjudicar a La Raquel. El interés por aquella
rubia mujer había comenzado la vez que Lutero citó en su consultorio a Juan Saldivar
para informarlo sobre la enfermedad de Samanta, y tras
la reunión, no le gustó nada la personalidad de Juan y estuvo seguro de
que ese muchacho no amaba a su novia. Ese día fue que sintió que debía ayudar
a Samanta, y que había ella comenzado a ser parte de su vida…
A
pesar de todo, la inestabilidad de Pablo Lutero lo llevó a proponerle a La
Raquel reanudar la relación amorosa, y esa misma inestabilidad le hizo aceptar
sin mucha oposición el rechazo de la mujer. Una inestabilidad que lo impulsaba
a cometer cualquier cosa que se le cruzara por la cabeza en nombre de sus
sentimientos. Cualquier cosa... y por eso ahora la llamada telefónica a La Raquel,
con la inquietante advertencia, “estamos metidos en un lío
padre”, y el pedido de encontrarse con ella para, “ponernos de acuerdo en la manera de actuar
de ahora en más”, frente a las según él, terribles deducciones de Samanta
que lo inquietaban, y en virtud de la obtención de cierta información que a él
y a La Raquel les hacía falta para quedar limpios…
Cuando La Raquel cortó aquella
comunicación telefónica a causa del llanto de su hijo, presintió que realmente
la vida podría
complicársele todavía más. Ella no tenía idea de qué era lo que Lutero pretendía
decirle, ni de por qué tenían que ponerse de acuerdo sobre la futura manera de
actuar de ambos, y mucho menos se imaginaba de qué información hablaba Pablo, ni
de qué cosa esa información los mantendría limpios…
Personajes:
Almirón
Aurelio: escribano en la Secretaría de Asuntos Legales de la municipalidad.
Armendáriz: político.
Barrios Francisco, alias “Paco”: padre del hijo de La Raquel.
Chola: dueña de un bar.
Cristina: secretaria del escribano Almirón.
Diéguez
Laurentino, alias “El Zángano”: médico del pueblo.
Fabbro
Samanta: novia de Juan Saldívar.
Girado Francisco: hijo de La Raquel y Paco.
Girado Raquel: joven promiscua y prostituida.
Gorriti: hombre del pueblo.
Ludueña: hombre del pueblo.
Lutero Pablo: psiquiatra.
Ontiveros: comisario de Aldea Clara.
Rocamora: empresario estafado por La Raquel.
Saldívar Martín, alias “Tincho”: hijo mayor de los Saldívar.
Saldívar Juan: hijo menor de los Saldívar.
Saldívar Osvaldo, alias “Toro”: poderoso ganadero de la zona.
Saldívar Zulema de: ama de casa, esposa de Osvaldo Saldívar.
Santibáñez: hombre del pueblo.
Traversaro Néstor: Director del Registro de la Propiedad.
Pascual: dueño de un boliche.
Valdez: hombre del pueblo.
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Para tener referencias sobre el pueblo de esta historia, ver su plano
en la etiqueta “Aldea Clara”.