jueves, 16 de mayo de 2013

Concurso carta de amor


El gobierno de la Ciudad de Buenos Aires,  convoca a participar del siguiente concurso.

¡Una carta de amor!

Para quienes estén interesados,  aquí el vínculo.


http://agendacultural.buenosaires.gob.ar/evento/romantica-buenos-aires-participa-del-concurso/7124

viernes, 3 de mayo de 2013

VIGILIA




Me resistía a ir, pero por esa cosa humana que nos habita, a pesar del miedo, ahí estaba yo, entregada otra vez. Por qué tenía que estar pasando por todo esto,  con cientos de planteos tan repetidos como inconducentes.
No tenía un libro a mano. Comencé a respirar hondo y a tratar de sentir mis pies, las piernas, lo que pesaban mis rodillas.
 La oscuridad de la noche, sin luna ni estrellas y con una tormenta en ciernes que auguraba arrasar con todo, no dejaba ver casa alguna, ni si estábamos cerca de algún poblado,  o dónde encontrar algún indicio de vida  humana que no fuéramos nosotros. 
Paula, del lado del volante, fue quien se desató luego de miles de forcejeos para quitarse luego  la venda apretada que le cubría los ojos. Luego nos liberó. A Esteban amarrado  en el centro, primero,  luego a mí, arrumbada contra la puerta derecha. Las llaves del auto no estaban.
Me maldije por haber cambiado de cartera. En la de cuero marrón siempre llevo una linterna, porque nunca se sabe,  pero en un sobre  pituco con los que se va a una fiesta, a nadie se le ocurriría guardar una linterna por más pequeña que fuera.  Al menos Esteban, con su maldito hábito de fumar que tanto criticamos siempre, esta vez nos había salvado.
 Bajamos las ventanillas y muy cerca, habían estado cortando el pasto quizá ese día, o el día anterior. También habían estado quemando hojas. Había un árbol  que por la altura y la forma que apenas se distinguía, parecía un eucaliptus junto a la cuneta. Y alrededor  nada. Pasto y campo y nada.  Relámpagos y nubes, truenos y  tierra levantándose con  la lluvia que parecía aproximarse a pasos agigantados.
Por las puntadas en la espalda y el ardor en las piernas, nos habían golpeado. Nos habían quitado los relojes, los celulares. No teníamos idea de la hora que era, ni  cuántas horas  habíamos estado inconscientes. Ni si nos habían dormido, o nos habíamos desmayado del susto o del dolor.   Por qué cada uno, tenía un solo zapato puesto. La tela del vestido de Paula hecha trizas.  Las puertas traseras  sin trabas  Por qué las sábanas y la almohada en la luneta.
Aquí ha habido algún chico dijo Paula.
¿Por qué? dudó Esteban mirando hacia atrás, apenas pudiendo moverse.
Por las témperas, las acuarelas, el pincel, el lápiz y el tamaño del delantal tirado ahí.  Debe ser de un pibe de ocho  o diez años. Y, toda esa tinta volcada está queriendo tapar algún rastro. No está totalmente seca.
Dedujimos  que el BM era robado.  Que nada podríamos hacer más que esperar hasta que amaneciera. El coche no  arrancaba, el viento soplaba cada vez más fuerte y el aguacero había llegado.
¿Qué es lo último que recuerdan ustedes? -Con voz  pastosa y entrecortada preguntó Esteban.
Lo último que recuerdo es que Paula y vos  querían ir al departamento de Yani, y yo  me reía por la hora. Eran eso sí lo recuerdo, las seis de la mañana, por la alarma del celu. Y después me caí, creo. O me hicieron caer.  Y no sé más nada.
Yo recuerdo que vos gritaste y que Esteban  quiso  ayudarte y después nada, hasta ahora.
Y yo de eso no recuerdo nada. Sólo que salíamos de la fiesta cuando ya no quedaba casi nadie, que íbamos hacia el estacionamiento y se escuchó una frenada de la hostia.
Teníamos sed y nuestro ánimo vencido. 
No podían abrirse las puertas delanteras, pasé arrastrándome sobre Esteban y traté de recostarme en los asientos traseros. Quise agarrar la almohada pero estaba trabada. Las sábanas parecían estar empapadas de una  gelatina tibia maloliente,  y sentí ganas de vomitar que no pude contener. Abrí la puerta, salí a los tumbos, caí en el barro de rodillas  y la lluvia me empapó.  Entré y  Esteban había prendido un cigarrillo, me mareó el encierro, el recuerdo de mi  primer pucho y el silencio dentro del auto interrumpido apenas por la respiración agitada de Esteban con cada pitada.
No sé quién se durmió primero.
─Che, Esteban, movete, ya es de día, despertate, no llueve, tenemos que empezar a caminar. ¿Y Paula? ¿Dónde está Paula?
Bajamos del coche y su cuerpo inmóvil cubierto con la sábana ahora embarrada, sólo dejaba ver sus piernas magulladas hasta la rodilla.  Esteban levantó la sábana para descubrirla. Quedé sin aliento, sentí un temblor vacío y con la voz me sobresalté.
 “Señores pasajeros nos encontramos próximos  aterrizar en el Aeropuerto Internacional de Shroeder, en la ciudad de Sierra Grande. Por favor abróchense los cinturones, enderecen sus mesas, coloquen en posición vertical los respaldos de sus asientos y permanezcan sentados hasta que los avisos se hayan apagado.”

Fin




martes, 30 de abril de 2013

IMPRONTA



Sucedió unas semanas antes de que empezara el invierno.
No sé cómo. Ni si fue resultado de un proceso, o de pronto, como ocurren las cosas más importantes en la vida.
La tarde estaba  soleada y  el calor extemporáneo de fin de mayo no daba respiro.   El ruido de  la avenida por ese sin cesar  del tránsito de automóviles y colectivos, el tumulto de la gente y sus apuros, la  bulla de los chicos que venían de la plaza, las voces  monótonas de los vendedores ambulantes; todo, se  colaba por el balcón del living.
Cerré los ventanales y para atenuar el murmullo ajeno al ambiente propio, opté por la dulzura de la Jones y para  mitigar el agobio climático que anunciaba una tormenta necesaria,  encendí el aire acondicionado  y me serví  un té de menta frío.  Caminé unos pasos hasta la biblioteca, me senté,  y  una vez encendida la computadora, vacilé  entre el sudoku, el scrabble  o los mails. Con la frescura de la menta en la boca, el codo izquierdo apoyado y sosteniéndome el mentón con la palma de la mano me pregunté  qué estaba haciendo.
Un haz de luz amarillento acuoso se filtraba por la ventana.
Apoyé la cabeza sobre el respaldo del sillón, prendí un cigarrillo, me recosté mirando hacia el techo como si buscase allí alguna respuesta a una pregunta incómoda que no me había formulado nunca a viva voz. A veces el escenario mudo late más fuerte.
Apagué el cigarrillo estrujándolo contra el cenicero, cerré los ojos y palpé a modo de juego los libros del primer estante  para  elegir uno a ciegas y comenzar a releerlo en el living.
El viento había comenzado a hacer tiritar las persianas, y  despojaba de  hojas a los malvones del balcón.
Sentí frío y apagué el equipo de aire, sonó el teléfono y el visor mostró número desconocido. Sólo supe quién no era. Por eso no atendí.
El teléfono volvió a sonar y de nuevo, el número no estaba identificado. Dejé que sonara una y otra vez.
Me recosté en el sillón.
Abrí el libro  en la página que marcaba el señalador y me resultó un texto desconocido.  Si no estuvieran las acotaciones en los márgenes, si no reconociera mi letra, habría asegurado que nunca había analizado ese párrafo.
“Un día desperté, me incorporé a la cama y sonreí. Ya no sentía dolor. Y de golpe comprendí que la persona justa no existe. Ni en el cielo, ni en la tierra, ni en ningún otro lugar. Simplemente hay personas, y en cada una hay una pizca de la persona justa, pero ninguna tiene todo lo que esperamos y deseamos. Ninguna reúne todos los requisitos, no existe esa figura única, particular, maravillosa e insustituible que nos hará felices. Sólo hay personas. Y en cada una hay siempre un poco de todo, es a la vez escoria y un rayo de luz..."
El teléfono volvió a sonar. Número no identificado. Dejé que sonara una y otra vez.
Amplié y modifiqué mis acotaciones en el margen derecho del párrafo y esta vez, indiqué la fecha, sabiendo que los recuerdos que calan no se olvidan.
Sobrevino de un modo natural, sin reloj, sin forzar la razón. Sin insomnio, sin sueños ni sueño.  Supe aquello que tantas veces me había negado a preguntarme.  No era el contenido ni el fondo.  No. Era el continente y la forma de ser en su existencia aquello que lo hacía irrepetible, único.