Me decidí a ir cuando recibí la foto por correo. Por correo y desde hace años, sólo recibo en casa facturas a pagar, publicidades y algunas revistas como resultado de alguna suscripción de la que al poco tiempo me arrepiento pero aún así, por desidia no me desuscribo. Habíamos tomado esa foto en el mejor momento de la relación. Fueron buenos momentos casi todos y nunca nada es perfecto, sí sé que hubieron momentos mejores que otros como sé también que las intransigencias provocan estragos. Y los estragos demuelen en un santiamén lo que pudo haber sido.
Bebíamos nuestras copas de vino frente al mar en esa posada solitaria que habíamos elegido y sentíamos que el mundo era nuestro y que lo nuestro era el mundo, excluyendo al resto. En la terraza, además de nuestras voces bajas que delataban esa clase de intimidad que con nadie se comparte, mientras cenábamos esas delicias regionales, sólo se escuchaba el rumor de las olas suaves de junio cuando el aire es tibio y la brisa de la noche dulce y simple y todo acontece como si fuera inalterable.
Me decidí a ir, sí, cuando recibí la foto, porque de otro modo no se me hubiera ocurrido, por lo que despertó en mí, y, porque ese “para que me recuerdes”, sencillamente me gustó. Me gustó su arranque, ese atrevimiento insólito, después de tanto tiempo. El tiempo hace que, los desrecuerdos –como diría Alejandro–, intenten vaciar el contenido y limpiar lo indefectiblemente cuasi fatal ocurrido en otros días, pero también lo ciertamente irrepetible por lo hermoso de días previos. El desrecuerdo no acontece naturalmente, se instala por decisión de las lesiones originadas en el corazón o en la razón, que necesitan ser curadas para poder seguir. Y la gran aliada es la voluntad que implica siempre esfuerzo para desrecordar. Hasta que un día cualquiera, después de innumerables días, se recibe una foto “para que me recuerdes” y vuelve ineludible sólo lo grato: la mirada abarcativa, el abrazo especial, sus pasos lentos hundiéndose en la arena y el juego sano de hacer el amor bajo las estrellas en ese instante eterno; el valle descubriendo la luna adormecida del amanecer y las glicinas trepando el alambrado con sus racimos violetas; la tranquera pintada de blanco y el sendero por donde caminábamos tantas veces riéndonos, y otras, comunicándonos en un silencio de sueños.
La foto, me hizo recordar sus manos y las mías de entonces en los remos, la mirada interrogante y fiscalizadora de aquel día, el sol abrasador malvado y cruel del sur.
La foto, cuando la recibí, me hizo recordar y percibir el paisaje todo desprovisto del marco temporal. Quizá también, por eso fui, por el recuerdo del barco de papel plateado que naufragando, dejamos ir entre las aguas frías.