Me resistía a ir, pero por esa cosa
humana que nos habita, a pesar del miedo, ahí estaba yo, entregada otra vez. Por
qué tenía que estar pasando por todo esto, con cientos de planteos tan repetidos como
inconducentes.
No tenía un libro a mano. Comencé a
respirar hondo y a tratar de sentir mis pies, las piernas, lo que pesaban mis
rodillas.
La oscuridad de la noche, sin luna ni
estrellas y con una tormenta en ciernes que auguraba arrasar con todo, no dejaba
ver casa alguna, ni si estábamos cerca de algún poblado, o dónde encontrar algún indicio de vida humana que no fuéramos nosotros.
Paula, del lado del volante, fue quien
se desató luego de miles de forcejeos para quitarse luego la venda apretada que le cubría los ojos.
Luego nos liberó. A Esteban amarrado en
el centro, primero, luego a mí,
arrumbada contra la puerta derecha. Las llaves del auto no estaban.
Me maldije por haber cambiado de
cartera. En la de cuero marrón siempre llevo una linterna, porque nunca se
sabe, pero en un sobre pituco con los que se va a una fiesta, a
nadie se le ocurriría guardar una linterna por más pequeña que fuera. Al menos Esteban, con su maldito hábito de
fumar que tanto criticamos siempre, esta vez nos había salvado.
Bajamos las ventanillas y muy cerca, habían
estado cortando el pasto quizá ese día, o el día anterior. También habían
estado quemando hojas. Había un árbol que por la altura y la forma que apenas se distinguía,
parecía un eucaliptus junto a la cuneta. Y alrededor nada. Pasto y campo y nada. Relámpagos y nubes, truenos y tierra levantándose con la lluvia que parecía aproximarse a pasos
agigantados.
Por las puntadas en la espalda y el
ardor en las piernas, nos habían golpeado. Nos habían quitado los relojes, los
celulares. No teníamos idea de la hora que era, ni cuántas horas
habíamos estado inconscientes. Ni si nos habían dormido, o nos habíamos
desmayado del susto o del dolor. Por
qué cada uno, tenía un solo zapato puesto. La tela del vestido de Paula hecha
trizas. Las puertas traseras sin trabas
Por qué las sábanas y la almohada en la luneta.
─Aquí
ha habido algún chico ─dijo
Paula.
─
¿Por qué? ─dudó
Esteban mirando hacia atrás, apenas pudiendo moverse.
─Por
las témperas, las acuarelas, el pincel, el lápiz y el tamaño del delantal
tirado ahí. Debe ser de un pibe de
ocho o diez años. Y, toda esa tinta
volcada está queriendo tapar algún rastro. No está totalmente seca.
Dedujimos que el BM era robado. Que nada podríamos hacer más que esperar
hasta que amaneciera. El coche no
arrancaba, el viento soplaba cada vez más fuerte y el aguacero había
llegado.
─
¿Qué es lo último que recuerdan ustedes? -Con voz pastosa y entrecortada preguntó Esteban.
─Lo
último que recuerdo es que Paula y vos
querían ir al departamento de Yani, y yo
me reía por la hora. Eran eso sí lo recuerdo, las seis de la mañana, por
la alarma del celu. Y después me caí, creo. O me hicieron caer. Y no sé más nada.
─Yo
recuerdo que vos gritaste y que Esteban
quiso ayudarte y después nada,
hasta ahora.
─Y
yo de eso no recuerdo nada. Sólo que salíamos de la fiesta cuando ya no quedaba
casi nadie, que íbamos hacia el estacionamiento y se escuchó una frenada de la hostia.
Teníamos sed y nuestro ánimo
vencido.
No podían abrirse las puertas
delanteras, pasé arrastrándome sobre Esteban y traté de recostarme en los
asientos traseros. Quise agarrar la almohada pero estaba trabada. Las sábanas parecían
estar empapadas de una gelatina tibia
maloliente, y sentí ganas de vomitar que
no pude contener. Abrí la puerta, salí a los tumbos, caí en el barro de
rodillas y la lluvia me empapó. Entré y
Esteban había prendido un cigarrillo, me mareó el encierro, el recuerdo
de mi primer pucho y el silencio dentro
del auto interrumpido apenas por la respiración agitada de Esteban con cada
pitada.
No sé quién se durmió primero.
─Che, Esteban, movete, ya es de día,
despertate, no llueve, tenemos que empezar a caminar. ¿Y Paula? ¿Dónde está
Paula?
Bajamos del coche y su cuerpo inmóvil
cubierto con la sábana ahora embarrada, sólo dejaba ver sus piernas magulladas
hasta la rodilla. Esteban levantó la sábana
para descubrirla. Quedé sin aliento, sentí un temblor vacío y con la voz me
sobresalté.
“Señores pasajeros nos encontramos
próximos aterrizar en el Aeropuerto
Internacional de Shroeder, en la ciudad de Sierra Grande. Por favor abróchense
los cinturones, enderecen sus mesas, coloquen en posición vertical los
respaldos de sus asientos y permanezcan sentados hasta que los avisos se hayan
apagado.”
Fin
1 comentario:
Mira que hay sueños, pero este si que fue extraño. Me encanto el cuento Adela.
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