Sucedió unas semanas antes de que empezara el invierno.
No sé cómo. Ni si fue resultado de un proceso, o de pronto, como ocurren
las cosas más importantes en la vida.
La tarde estaba soleada y el calor extemporáneo de fin de mayo no daba
respiro. El ruido de la avenida por ese sin cesar del tránsito de automóviles y colectivos, el
tumulto de la gente y sus apuros, la
bulla de los chicos que venían de la plaza, las voces monótonas de los vendedores ambulantes; todo,
se colaba por el balcón del living.
Cerré los ventanales y para atenuar el murmullo ajeno al ambiente
propio, opté por la dulzura de la Jones y para mitigar el agobio climático que anunciaba una
tormenta necesaria, encendí el aire acondicionado y me serví un té de menta frío. Caminé unos pasos hasta la biblioteca, me
senté, y
una vez encendida la computadora, vacilé
entre el sudoku, el scrabble o
los mails. Con la frescura de la menta en la boca, el codo izquierdo apoyado y
sosteniéndome el mentón con la palma de la mano me pregunté qué estaba haciendo.
Un haz de luz amarillento acuoso se filtraba por la ventana.
Apoyé la cabeza sobre el respaldo del sillón, prendí un cigarrillo, me
recosté mirando hacia el techo como si buscase allí alguna respuesta a una
pregunta incómoda que no me había formulado nunca a viva voz. A veces el
escenario mudo late más fuerte.
Apagué el cigarrillo estrujándolo contra el cenicero, cerré los ojos y
palpé a modo de juego los libros del primer estante para elegir uno a ciegas y comenzar a releerlo en
el living.
El viento había comenzado a hacer tiritar las persianas, y despojaba de hojas a los malvones del balcón.
Sentí frío y apagué el equipo de aire, sonó el teléfono y el visor
mostró número desconocido. Sólo supe quién no era. Por eso no atendí.
El teléfono volvió a sonar y de nuevo, el número no estaba identificado.
Dejé que sonara una y otra vez.
Me recosté en el sillón.
Abrí el libro en la página que
marcaba el señalador y me resultó un texto desconocido. Si no estuvieran las acotaciones en los
márgenes, si no reconociera mi letra, habría asegurado que nunca había
analizado ese párrafo.
“Un día desperté, me incorporé a la cama y sonreí. Ya no sentía dolor. Y
de golpe comprendí que la persona justa no existe. Ni en el cielo, ni en la
tierra, ni en ningún otro lugar. Simplemente hay personas, y en cada una hay
una pizca de la persona justa, pero ninguna tiene todo lo que esperamos y
deseamos. Ninguna reúne todos los requisitos, no existe esa figura única,
particular, maravillosa e insustituible que nos hará felices. Sólo hay
personas. Y en cada una hay siempre un poco de todo, es a la vez escoria y un
rayo de luz..."
El teléfono volvió a sonar. Número no identificado. Dejé que sonara una
y otra vez.
Amplié y modifiqué mis acotaciones en el margen derecho del párrafo y
esta vez, indiqué la fecha, sabiendo que los recuerdos que calan no se olvidan.
Sobrevino de un modo natural, sin reloj, sin forzar la razón. Sin
insomnio, sin sueños ni sueño. Supe
aquello que tantas veces me había negado a preguntarme. No era el contenido ni el fondo. No. Era el continente y la forma de ser en su
existencia aquello que lo hacía irrepetible, único.