Finales del siglo XIX, en algún lugar de América…
La choza es rústica, pequeña, tosca; y está levantada con materiales pobres. Hecha de palos entretejidos con cañas, y cubierta de ramas, es el hogar de una anciana que vive gracias a los cuidados de su hijo, un pescador que diariamente se echa al mar para proveer a su familia de alimento. Cada tarde, al volver con su carga de pescado fresco y antes de dirigirse a su propia choza, él le deja algún buen ejemplar, pues dice que: “mamá Mukantagara tiene muchos años, y debe alimentarse bien para seguir tan fuerte como lo es ahora”.
Faltan pocas horas para que el pescador esté de regreso, y no sólo su madre espera por él, puesto que un muchachito de alrededor de diez años, ha ido este día a visitar a su abuela, y ahora, junto a ella aguarda la llegada de Ahmadou.
-¡Siéntate negrito! -dice Mukantagara- que tu padre llegará pronto. Y quédate callado un momento que tengo que rezar.
-¿A quién vas a rezarle, abuela?
-A Dabir, mi sabio tatarabuelo -enfatizó la mujer.
-Él es un antepasado, ¿verdad?
-¡Lo es, mi niño!... ¡Lo es!
-¿Comerá y beberá?
-Sólo si tiene hambre y sed, pero… cállate ya, y toma tu alimento.
-Bueno, abuela.
Mientras el pequeño Antonio disfruta de su leche, acompañada con tres rodajas del pan recién amasado por su abuela, en el piso espera por el difunto tatarabuelo Dabir una ración igual a la del niño, a su disposición por si él decide tomarla. Según la religión que Mukantagara ha heredado de sus ancestros africanos, los antepasados siguen viviendo junto a su familia para protegerla, y son seres invisibles que circunstancialmente pueden hacerse visibles. Tienen la facultad de entrar y poseer a los humanos y a los animales salvajes; y la capacidad de consumir comida o bebidas, si así lo desean.
Durante la media hora siguiente la anciana reza a su antepasado, y le pide para que vele por la seguridad de su hijo Ahmadou, y por que este día vuelva él con una buena pesca. Son muchas las bocas que alimentar en la familia.
Cuando Mukantagara termina las oraciones, el niño ya ha dado buena cuenta de su merienda y pregunta.
-¡Abuela!... ¿Por qué le rezas a tu tatarabuelo?
-Para que siga dándonos salud, larga vida, buenas cosechas, buena pesca, y para que sepa que nosotros no lo hemos olvidado.
-¿Olvidado?
-¡Claro! Mi tatarabuelo Dabir debe saber que no lo hemos olvidado, porque como todo antepasado tiene poderes mágicos y religiosos especiales, que puede usar para el bien o para el mal de la familia. Si algún día dejáramos de recordarlo y venerarlo, podría desaparecer.
-¿Y ya no nos protegería?
-¡Por supuesto!, o peor aún, podría convertirse en un ser dañino para todos nosotros.
-Entonces nunca debemos olvidarnos de él -concluyó el niño-¿Papá lo sabe?
-Lo sabe, no te preocupes, por eso ha tenido muchos hijos, para que tú y tus hermanos recuerden a mi tatarabuelo Dabir, y mantengan los ritos con él.
-¿Y cómo nos dará tu tatarabuelo, salud, larga vida, buenas cosechas y buena pesca?
-¡Oh, mi negrito! Tú sabes que hay un dios creador que gobierna sobre todos los poderes divinos y humanos.
-¡Claro!
-¡Pues, bien! Este dios ha nacido de una madre africana, y vivió entre los hombres hasta que acabó dejando la tierra, despreocupándose de su creación y de los seres humanos, y es por eso que nosotros no tenemos relación con él.
-¿Y entonces?
-Entonces los antepasados, gracias a su condición sobrehumana y su proximidad al Creador, son los mediadores entre sus parientes vivos y el Ser Supremo. ¿Comprendes?
-Sí, entiendo.
Antonio se quedó pensando un momento, y luego exclamó…
-¡Cuando yo muera también seré un antepasado, y voy a cuidarte, abuela!
-¡Oh, mi negrito!... No tendrás que cuidarme, pues David no permitirá que yo muera después que tú, pero seguramente algún día serás un antepasado. Recuerda que para eso tendrás que llevar una vida moralmente buena, de lo contrario no podrás serlo.
-Yo me portaré bien, y seré antepasado.
-¡Seguro, mi niño!... ¡Seguro que sí!
Al acabar con su merienda el niño quiso más leche y más rodajas del riquísimo pan que aún estaba tibio, y una vez que su abuela cumpliera con aquel pedido, mientras masticaba un trozo de pan que apenas si cabía en su boca, como pudo dijo…
-¡Cuéntame algo de tu tatarabuelo!... De cuando no era antepasado y vivía en África.
-¡Oh, sí, sí!... Mi tatarabuelo Dabir… -exclamó la mujer con nostalgias- Él era un gran hombre.
-¿También pescaba, como papá?
-No -y la anciana usó tono misterioso-. Él cazaba… Con arcos, flechas, y veneno.
-¡¿Síííííí?! -se impresionó el niño abriendo bien grande los ojos, que parecían más blancos aún al contrastar con su piel oscura y brillosa.
-Cazaba antílopes, búfalos, ciervos… ¡leones!…
-¿¡Leones!?... -se asombró el niño- ¿También cazaba leones?
-¡Bueno!... alguna vez habrá cazado alguno -rió Mukantagara- Uno viejo y moribundo.
-¡Uno viejo y moribundo! -ahora rió Antonio- Me estás mintiendo, abuela.
-¡Un momento, jovencito! –la anciana se puso seria- Yo no miento, porque es malo mentir, sólo te estoy bromeando. Tanto, que tú te has dado cuenta de la broma.
-Sí, claro, abuela. Ya sé que no mientes. Yo también bromeaba… Cuéntame más de tu tatarabuelo.
-¡Ya antes te he hablado tanto de él! -recordó la abuela mientras sonreía- No sé qué más contarte. Era fuerte como un gorila, y…
-Cuéntame de su último día en África -interrumpió Antonio-. De eso nunca me hablaste.
Habiendo escuchado aquello, Mukantagara ensombreció de pronto. La sonrisa que mostraba un instante antes se cambió por una expresión adusta, y sus ojos se fijaron en el piso de tierra de la choza.
-¿Qué te pasa, abuela?
-¿De verdad quieres saber cómo fue el último día de mi tatarabuelo en África? -dijo la anciana pensativa.
-Sí -respondió el pequeño ahora más interesado que antes.
-¡De acuerdo, mi negro!... Pronto serás un hombre y debes saberlo. Escucha bien…
Antonio tragó el último bocado de pan, bebió el último sorbo de leche, y se acomodó en su asiento para escuchar la historia…
-Dabir era un joven que vivía con su tribu en la llanura africana. Honraba a sus antepasados; a sus padres, con los que compartía la comida que le daba la naturaleza…
-¿Sus padres eran antepasados?
-No… Ellos aún estaban con vida… Amaba a una jovencita que pronto se casaría con él; y era diestro con el arco y las flechas. Dabir vivía feliz en África, y jamás pensó en dejarla.
-¿Y por qué se fue entonces?
-Aquel día de sol rabioso y calor extenuante, su último día en África -Mukantagara seguía hablando como si no hubiese escuchado la pregunta de su nieto-, mi tatarabuelo había dejado la aldea para ir de caza, junto a otros cinco jóvenes guerreros y cazadores como él. Iban tras de una manada de búfalos, cuando repentinamente se toparon con un grupo de hombres blancos armados hasta los dientes, que los superaban en número. Dos de los amigos de mi tatarabuelo fueron muertos por aquellos desgraciados, y él, junto a los tres que quedaban, fue tomado prisionero.
-¿Prisionero?... ¿Por qué?... ¿Para qué?
-En realidad fue tomado por esclavo. Corría el año 1741, y un grupo de ingleses lo redujo sin contemplaciones. Luego fueron por más a la aldea, y tras una matanza en la que murió la prometida de Dabir, los hombres y mujeres más fuertes de la tribu fueron tomados prisioneros, y junto con mi tatarabuelo, embarcados días más tarde rumbo a América.
-Si los ingleses tomaban esclavos, serían los hombres más malos de la tierra -reflexionó Antonio.
-¡Oh, mi negrito! Con esclavos comerciaron también franceses, españoles, egipcios, árabes, portugueses, holandeses, italianos, turcos, berberiscos... y esclavos no sólo fueron los negros. Muchos pueblos sufrieron la esclavitud, sin importar el color de su piel. Lo peor en África fue que en las selvas del Golfo de Guinea y en el valle del río Zambeze, hubo estados militares viviendo del comercio de esclavos. Tenían ejércitos permanentes y se enriquecían con la venta de sus propios hermanos, guerreando a los pueblos vecinos.
-¿Y cómo trajeron a América a tu tatarabuelo? -preguntó ahora el niño.
-En barco. Como a todos los esclavos, mi negrito. Los traían, encadenados por argollas en los cuellos, de seis en seis, y luego unidos de dos en dos con argollas en los pies. ¡Pobrecitos!... Los ponían debajo de la cubierta, ¿sabes?, corriendo riesgo de contraer graves enfermedades. Durante el viaje nunca veían el sol ni la luna. Los miserables les daban de comer una vez al día, un tazón de maíz o mijo crudo, y un pequeño jarro de agua. Los golpeaban, le daban palos, azotes, e insultos. Así los trajeron a todos… Así lo trajeron…
-¡Eso fue horrible, abuela!
-¡Claro que sí! Desde el siglo XV hasta el nuestro, África perdió más de cien millones de hombre y mujeres jóvenes. Además, se perdió el trabajo en los campos, en las minas, o el de los alfareros, artesanos, y comerciantes. Vender esclavos era mucho mejor y hacía a los hombres más ricos.
-Lo que cuentas me da miedo, abuela. Tal vez un día vuelvan esos barcos.
-No temas, mi negrito. Por suerte la esclavitud está prohibida desde hace unos años. Un poco antes de que tú nacieras.
-¡Uf!... ¡Qué suerte! ¡Qué feos habrán sido los últimos días en África para tu tatarabuelo!
-¡Sí! Fueron terribles, sobre todo porque él jamás volvió a pisar su tierra, y la añoró hasta las lágrimas.
Y queriendo salir de aquel momento estremecedor, Antonio preguntó…
-¿Hay más pan y leche, abuela?
-¡Claro que sí, mi niño! Lo que ya no hay, gracias a nuestros antepasados, es Asiento de Negros.
-Fin-
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Asiento de Negros: Contrato que se hacía para proveer de esclavos a la América Española.
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Y cuando la anciana terminó la historia, una voz salida no se sabe de donde… dijo: “Es verdad noble Mukantagara, así fueron mis últimos días en África”.
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¡Hasta el próximo cuento!